El último salto de Jesse Owens
El atleta negro que derrotó a Hitler en su propia casa, en las olimpiadas de Berlín, logró su mayor triunfo cuando se dejó vencer por Dios al final de su vida
A veces, el éxito de una vida no se mide por sus logros, sino por sus fracasos. Hay ocasiones en que el pecado es un don, la miseria una gracia, y la pobreza una riqueza. Así fue la vida de Jesse Owens, el hombre más rápido del mundo en los años 30 del siglo pasado, el que saltaba más salto. Hasta que un día saltó tan alto que se derrumbó, y solo le quedó gritarle al Único que le podía sacar del foso.
Su historia la cuenta él mismo en el libro Jesse. Una autobiografía espiritual, que acaba de publicar Mensajero. Nieto de esclavos, el pequeño James Cleveland Owens nació pobre en un rincón perdido de Alabama, donde su familia malvivía a costa del trabajo de su padre para un patrón, no muy lejos del que realizaban sus antepasados. Solo comía carne en el cumpleaños de alguien de la familia. Siempre recordó una ocasión en la que, de niño, su madre le intentó extirpar un bulto en el pecho –no tenían dinero para ir al médico–, y pasó varios días desangrándose, con riesgo para su vida. Cuando estaba en las últimas, oyó a su padre rezar con fe: «Jesús, por favor, escúchame, sálvale». Una y otra vez. Hasta que, milagrosamente, dejó de sangrar y se salvó.
Fue siempre consciente de que «si yo estaba vivo era por el poder de la oración», pero sin embargo olvidó esa lección durante gran parte de su vida.
- 1913: Nace James Cleveland Owens en Oakville (Alabama)
- 1927: Comienza a correr en el equipo de atletismo del instituto
- 1928: Conoce a Ruth Solomon, su futura esposa
- 1935: En 45 minutos bate tres records mundiales e iguala un cuarto. Se casa con Ruth
- 1936: Gana cuatro medallas de oro en los Juegos Olímpicos de Berlín
- 1937: Compite contra caballos para ganarse la vida
- 1939: Quiebra su cadena de lavanderías
- 1940: Mueren su madre y su padre
- 1943: Su amigo Luz Long muere en el frente italiano
- 1945: Enlaza diferentes trabajos como relaciones públicas y conferenciante
- 1966: Hacienda le lleva a juicio por evasión de impuestos
- 1980: Fallece de cáncer de pulmón
Demasiado deprisa
«A veces la razón de que no te des cuenta de que estás perdiendo algo es que vas demasiado deprisa», confiesa Owens. Y así fue: su familia emigró y su nivel económico mejoró, él empezó a entrenar y ganar sus primeras carreras, logró entrar en la universidad…, «pero empecé a dar cada vez menos importancia a las mañanas de los domingos. Sí, creía en Dios, pero ¿de verdad le necesitaba tanto? Si yo solo me bastaba para lograr todo aquello», reconoce.
Cuando viajó a Berlín a competir en la Olimpiadas de 1936, ya se había acostumbrado a ver su foto en la portada de los periódicos. Allí ganó cuatro oros y un amigo, su rival alemán Luz Long, con quien le unió una amistad que solo la guerra pudo separar.
Volvió a Nueva York el hombre que derrotó a Hitler en su propia casa, como titularon entonces los diarios. Era ya un mito. Le pasearon en descapotable por las calles, todo el mundo quería hacerse fotos con él. Le llovía dinero por todas partes. Le prometieron varios empleos. «Durante un tiempo fui la persona más famosa del mundo», dice. Gastó su dinero en joyas, ropa para su familia, una casa para sus padres…, pero a los pocos meses ya no le quedaban más que 40,16 dólares. En la habitación de su hotel de Nueva York había una Biblia sobre la mesa. La abrió al azar: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad». Lo sabía, pero lo había olvidado.
Volvió a casa y para sobrevivir tuvo que aceptar la oferta de correr contra caballos por todo el país. Lo consideraba humillante, y solo lo consiguió dejarlo cuando le ofrecieron participar en un negocio de lavanderías. Le estafaron y se arruinó otra vez. Estaba desesperado. Su mujer ponía todo eso en manos de Dios, «pero yo no, ¿para qué iba a rezar?», reconoce.
De nuevo logró salir de aquella gracias a su capacidad de sacrificio, compaginando dos empleos para poder pagar sus deudas. Empezó a trabajar como relaciones públicas y dando conferencias por todo Estados Unidos. Durante la guerra obtuvo además un empleo muy ventajoso para el Gobierno. No paraba de viajar. Ganaba mucho dinero. Vivía tan deprisa como corrió en el estadio olímpico de Berlín. Pero cada vez pasaba más tiempo fuera de casa y se sentía lejos de su familia. «Estaba atrapado en arenas movedizas. Cuanto más me movía, más me hundía».
Cuando se dio cuenta y logró parar el ritmo para pasar más tiempo junto a los suyos, aparecieron en escena otros dos rivales en la carrera de su vida: una parálisis de cintura para abajo y una acusación por evadir impuestos durante cuatro años.
«Por primera vez en mi vida pensé en quitarme la vida», reconoce. Hundido y desesperado de nuevo, se dio cuenta de que «nadie más que Dios podía ayudarme». Al igual que de niño se desangraba y solo la oración de su padre pudo salvarle, «ahora era mi espíritu el que se desangraba, y solo Dios podía salvarme».
Así, ya en los últimos años de su vida, volvió a Alabama, a la casa donde su padre rezó por él de niño, para empezar a rezar otra vez después de tantos años, y darse cuenta de que «mi alma había muerto para nacer nuevo».
«La verdadera oración no significa otra cosa que dar hasta la última gota de sangre para alcanzar a Dios», escribe. Aprendió que la gran lección de que «Dios nunca nos deja, somos nosotros los que le dejamos». Ese fue su último salto. El que le salvó la vida.
Jesse Owens y Paul Neimark
Mensajero
2020
198
14,25€