El día a día nos plantea dilemas. ¿Uno o dos terrones de azúcar? La ducha, ¿antes de dormir o de madrugada? En el ascensor, ¿iniciar una conversación con el vecino o sobrevivir al silencio? Decisión tras decisión, vamos haciendo, nos vamos haciendo, casi sin pensarlo porque, elijamos lo que elijamos, la vida continúa. Son dilemas asequibles. Sin embargo, por suerte o por desgracia, a veces nos enfrentamos a dilemas que darán la vuelta nuestra existencia para siempre.
La pregunta es la siguiente: ¿Qué prefieren, 100.000 euros ahora mismo o un millón de aquí a diez años? Así de simple, así de difícil. Con esta premisa, como si fuera un juego, Toni (Luis Merlo), joven despreocupado y con dinero plantea el asunto a su pareja de amigos con dificultades económicas, Héctor (Antonio Molero) y Paula (Maru Valdivieso), dinero por cierto, que él mismo ofrece y garantiza. Un test concebido por su pareja, Berta (Marina San José), una exitosa psicóloga, que acabará por descubrir los secretos de estos personajes y les empujará a tomar una decisión que resultará trascendental.
El test del que se habla en la obra es el que se conoce como El test de la golosina, un experimento que predice nuestra capacidad para el autocontrol. Un niño recibe una golosina y una instrucción clara: se puede comer la golosina de inmediato, o esperar cinco minutos y comerse dos golosinas. ¿Qué hará? ¿Y qué indica su decisión acerca de su comportamiento futuro? Este sencillo experimento, ideado en los años 60 por el legendario psicólogo Walter Mischel supuso una auténtica revolución y le convirtió en el primer experto mundial sobre autocontrol.
Sorprende gratísimamente un espectáculo tan bien llevado, tan armónico, tan rítmico y tan bien dispuesto cuando quien controla la maquinaria es también gente joven, ambiciosa, con talento y con las ideas claras. Algo que dice mucho en contra de nuestros singulares prejuicios al hacer frente a cualquier tipo de espectáculo.
Cómo somos por dentro
El caso que nos ocupa va deshojando la trama, en su arquitectura dramática, como una margarita, sin prisas, pero fijando bien los cimientos de lo que se quiere contar y sin excentricidades. Todo ello a partir de un detonante potente y un conflicto que pone en entredicho nuestra manera de ver el mundo. De ahí que la progresión dramática de la comedia —a veces camuflada de drama—, se convierta en un juego que pueda hacer poca gracia a nuestros protagonistas, al menos en su inicio. Y, como si se tratara del mejor Hitchcock, cuando el ambiente ocasionalmente se tensa Castrillo-Ferrer introduce alguna simpática acción para aliviar todas las tensiones.
Pero una vez embutidos en el jaleo económico, la obra se abre paso para descubrir en realidad cómo somos por dentro. Y entonces empezamos a cuestionarnos todo: la procedencia de ese dinero, el uso que se le va a dar en función de qué necesidades o si la urgencia de obtenerlo responde más a una necesidad caprichosa a no saber esperar. He ahí el gran dilema de nuestro tiempo: vivir al día o vivir sin prisas, dos modos distintos para desenvolverse por la vida válidos a partes iguales. Pues bien, Castrillo-Ferrer y Vallejo, no contentos con este sinfín de preguntas sobre qué hacer o qué no hacer con el dinero cuando te lo ponen en la palma de la mano, consiguen que la obra adquiera tintes dramáticos al descubrir el pasado menos apetecible de cada uno de sus protagonistas, bien sea a través de los egoísmos, la sensación de fracaso o el éxito, de la infelicidad maquillada, del amor inconfesado, de las mentiras de perfil, de los besos de refilón o, simplemente, de que en situaciones límite no sabemos afrontar de cara los problemas sobrevenidos y es más fácil tomar las de Villadiego. Y, como es natural, la pieza también apunta cómo funcionan las parejas, cuando presumen de conocerse y, en realidad, un papel con números las cambia de cabo a rabo.
Por otro lado, para llevar a cabo tal propuesta, habría que buscar a cuatro actores lo suficientemente carismáticos que pudieran tener química entre sí y suficiente experiencia interpretativa para desarrollar con brillantez sus roles. De ahí que otro de los grandes méritos de El test resida en su poderoso elenco y en unas interpretaciones inolvidables. Aparte, naturalmente, se aprecia la afinada y cuidada dirección de actores, así como la suavidad con la que el director los mueve por la escena. Una escena, por cierto, muy bien ambientada en su estilo de ático posmoderno donde se desarrolla toda la acción, con plantas y jardineras amplias que contrastan con el mobiliario de color blanco, y que además está diseñada para producir una esmerada profundidad de campo. A lo que hay que añadir una equilibrada factura técnica en todos sus apartados.
No es una obra de ruidosas carcajadas pero resulta amena. Mantiene la intriga en el espectador y le invita a reflexionar, que ya es mucho más de lo que ofrecen las comedias al uso. Se mire por donde se mire, El test de Castrillo-Ferrer es brillante. El día del estreno el público al completo aplaudió en pie varios minutos. No les digo más. Bueno, sí, que vayan a verla para garantizarse un buen espectáculo.
★★★★☆
Teatro Cofidis Alcázar
Calle Alcalá, 20
Sevilla, Banco de España
Hasta el 1 de abril