El otro día mi admirado Vidal Arranz entrevistó para Vozpópuli al escritor Álvaro Pombo, que acaba de publicar un ensayo sobre Dios titulado La ficción suprema. En un momento de la conversación, Pombo critica esa idea tan extendida entre los católicos de que cuando uno tiene a Dios, nada le falta. Según él, la experiencia nos sugiere lo contrario. Aunque uno tenga a Dios, pueden faltarle un hijo por el que desvelarse, un hogar al que regresar, una mujer a la que amar. Tener a Dios, dice el autor, solo implica tener a Dios y, por tanto, aun teniéndolo, pueden faltarnos muchas cosas. He aquí una evidencia que nadie en su sano juicio debería atreverse a negar. ¿Acaso cabe decirles a los ucranianos que acaban de perder a un familiar que, bueno, en realidad, como tienen a Dios, nada les falta? ¿Acaso es el mejor modo de consolar a una mujer viuda?
Uno podría ponerse estupendo y decir que esas ausencias son aparentes. El hombre de fe tiene a Dios, y eso basta. Todo lo que el alma humana ansía, el fin al que parece tender, el manantial al que nos remite su sed, eso es Dios. Si lo tiene, no puede faltarle nada, lógicamente. Sócrates nos enseña que al hombre bueno nunca le sucede nada malo, porque «los dioses no se desentienden jamás de sus problemas». El núcleo de la tesis sería que los hombres virtuosos no sufren verdaderamente, pues Dios los acompaña, los consuela, les brinda una esperanza. Quizá sientan alguna vez que la tierra se desmorona bajo sus pies, o que su corazón se desboca y ya no es capaz de hallar un nuevo reposo, o que su pecho se encoge como de angustia, pero es solamente eso, una sensación, una impresión que nubla su juicio y le impide reconocer la realidad.
Comprendo la idea, incluso puedo aceptarla intelectualmente, pero siempre he percibido en ella una cierta frivolidad, algo así como una desconsideración. Está claro que el sufrimiento de un hombre bueno no es tan hórrido como el de uno malo, está claro que Dios lo protege y jamás se desentiende de él, pero, aun así, sufre, y mal haríamos nosotros en negarlo. Llora el fallecimiento de su madre, nota cómo sus entrañas se desgarran cada vez que discute con su mujer, le duele la rebeldía de su hijo adolescente. Siente, en fin, un vacío que ni siquiera la presencia de Dios termina de llenar. Precisamente para no caer en la frivolidad de negar ese vacío, yo prefiero darle la razón a Álvaro Pombo y afirmar que los hombres buenos pueden sufrir, y mucho, y que basta acudir a la Biblia para comprobarlo. Si le dijeran al santo Job que, como hombre de Dios que es, nada le falta, que su sufrimiento es sólo una ficción, él respondería violentamente y nadie podría reprochárselo. Su dolor es real, y nos enfrenta a uno de los interrogantes más sugerentes que cabe plantearse. ¿Por qué hay hombres buenos que padecen tantísimas desgracias y hombres malos a los que, en cambio, acompaña tantísimo la fortuna? ¿Acaso no sería el mundo más justo si los hombres virtuosos triunfasen y los malvados fracasasen, si los primeros gozaran y los segundos sufrieran?
Cualquier hombre de bien responderá que sí, que por supuesto, que sería mucho más justo; pero yo, que soy hombre de mal más que de bien, detecto al menos dos problemas en ese mundo idílico con el que todos fantasean. El primero lo percibió Chesterton antes que yo, y está relacionado con el calvinismo. Si aceptáramos que a los hombres buenos les debería ir bien a la fuerza, que en eso y en nada más consiste la justicia, empezaríamos muy pronto a concebir la riqueza, el éxito, la gloria como síntomas de bondad. Quien defiende ardientemente la necesidad moral de que al hombre bueno le vaya bien no tardará en defender ardientemente, con los calvinistas, la idea mucho menos luminosa de que a un hombre cualquiera le va bien porque es bueno.
Imaginen que existiera algo así como una recompensa terrenal para los hombres de fe, para esos que rezan asiduamente y hacen obras de caridad como quien fabrica productos en masa. Imaginen también que nosotros supiéramos de la existencia de esta recompensa y estableciéramos una relación mental entre las obras buenas y la prosperidad, la fama, el gozo. ¿Seguiríamos haciendo el bien por sí mismo? ¿Por amor, por justicia, por lealtad…? ¿O ya solo lo haríamos por interés, como el primogénito en la parábola del hijo pródigo, previendo un beneficio? El heroísmo degeneraría en cálculo, la virtud se retorcería hasta adoptar los macabros contornos del vicio. Tendríamos motivos más que razonables para dudar de ese hombre que nos ofrece su ayuda cuando arrecia la tempestad, de ese otro que nos tiende su mano cuando nos precipitamos hacia el abismo. ¿Lo hace porque le importamos o, más bien, porque anhela su recompensa?
Al hombre de fe siempre le falta algo y, como sugiere Álvaro Pombo, está muy bien que así sea. En caso de que Dios lo colmase de bendiciones y alejase de él todo sufrimiento, nunca podríamos saber si es un virtuoso o un estratega, si desea la justicia o tan solo el éxito. Ni siquiera él mismo podría saberlo. La pena de Job, el dolor de todos los hombres virtuosos que han pisado la tierra, cobra ahora pleno sentido: ya no es solo un desorden contra el que rebelarse, sino algo así como una misteriosa condición para que el bien siga existiendo entre nosotros.