El rostro de Jesús
2º domingo de Cuaresma / Evangelio: Lucas 9, 28b-36
Año tras año escuchamos en el segundo domingo de Cuaresma el relato de la Transfiguración del Señor. El camino cuaresmal parece interrumpirse, o, mejor, alcanzar ya su meta, permitiéndonos contemplar la gloria pascual que brilla a través del cuerpo resplandeciente del Señor transfigurado. Después de la lucha contra las tentaciones en el desierto (en el primer domingo de Cuaresma) subimos con Jesús y sus tres discípulos más íntimos a lo alto de una montaña.
Lucas nos vuelve a presentar una vez más a Jesús orante. Él es el puente entre lo divino y lo humano. Es el Hijo de Dios que ha asumido una naturaleza humana, y cuando habla humanamente es Dios quien nos habla. Por eso Lucas quiere poner de relieve esto: la oración de Jesús. Es rara la ocasión solemne en que el evangelista no lo subraye. Jesús reza en el momento del Bautismo que recibe de Juan (cf. Lc 3, 21), antes de elegir a los Doce (cf. Lc 6, 12-13), ante la inminencia de su Pasión (cf. Lc 22, 39-46), clavado en la cruz (cf. Lc 23, 46)…
Dice el pasaje evangélico que mientras Jesús rezaba cambió su rostro. ¡Qué significativo este detalle que señala Lucas! El rostro no es solo una parte más del cuerpo. Es cierto que el funcionamiento del cuerpo depende de todo el organismo. Pero el rostro es la expresión de la interioridad y del corazón de todo ese organismo que es humano, que tiene alma. El rostro humano tiene una belleza especial, y tiene sobre todo una expresividad particular. El rostro refleja nuestro estado de ánimo, incluso hasta cuando –por educación, o tal vez por hipocresía– queremos disimular ese estado de ánimo. No brillan los ojos igual cuando uno se encuentra radiante de felicidad en un momento de plenitud que cuando uno está bajo el peso del dolor y de la desgracia. No se sonríe con la misma naturalidad en uno y en otro caso.
Pero no solo el rostro revela y exterioriza nuestro estado de ánimo. El rostro es también el espejo donde la alegría y el dolor del prójimo se reflejan y penetran en nosotros. Llora el hermano, lloro yo. Y ese llanto mío, esas lágrimas en mi rostro, no son más que la expresión de que el sufrimiento del otro ha llegado hasta mi corazón.
¡Qué importante es el rostro de una persona! Este domingo el Evangelio dice que la oración cambia el rostro de Jesús. Cuando nos encontramos con un amigo de toda la vida, con una persona muy querida, el rostro se expande, se humaniza; muestra alegría, gozo. ¿Qué será cuando Dios nos conceda sentir la oración hasta corporalmente, como Jesús? ¿Qué será cuando estemos cara a cara ante el rostro de Dios, aunque sea todavía en la fe? ¡Qué paz habrá en nuestro rostro! Cuando Moisés bajó del monte Sinaí y traía en sus manos las dos tablas de la Ley, su rostro estaba iluminado, porque el hablar con Dios cambió su rostro (cf. Ex 34, 29-30).
Jesús está en oración. Y le acompañan sus tres íntimos amigos. Toda oración es acompañar la oración de Jesús y, por lo tanto, seguir el proceso que Él sigue. La oración del Señor es escuchar la Palabra, de tal manera que Jesús aparece conversando con Moisés y Elías (la profecía y la Ley, de las que Jesús es intérprete y cumplimiento). Pedro y sus compañeros se encuentran tan a gusto en aquel diálogo con Dios que expresan lo que al evangelista le parece casi una locura: «¡Qué bien se está aquí! Hagamos tiendas para permanecer» (cf. Lc 9, 33). De este modo, ante esta visión, Pedro habla inapropiadamente, no sabe qué decir, salvo que habría que detener ese acontecimiento, hacerlo definitivo. Así todo se cumpliría sin la Pasión y la cruz…
Pero esto no es posible, porque la Transfiguración es solo un adelanto de la Resurrección en el camino hacia Jerusalén. De hecho, una nube luminosa cubre a todos los presentes mientras una voz que sale de ella proclama: «Este es mi Hijo, el escogido, escuchadlo» (cf. Sal 2, 7; Gn 22, 2; Dt 18, 15). Si en la escena del Bautismo la voz del Padre había resonado solo para Jesús (cf. Mc 1, 11), aquí en cambio resuena también para los tres discípulos. Y la invitación es decisiva para todo discípulo de Jesús, de todos los tiempos: escuchar al Señor, y no a nuestros miedos, a nuestros deseos, a nuestras imágenes y proyecciones de Dios. Para ver y oír a Dios (cf. Dt 6, 4) ahora es necesario ver y escucha a Jesús.
La Transfiguración que presenta el Evangelio de este domingo es también la transfiguración del cristiano. Cuando se empieza participando de los sentimientos de Jesús, cuando se vive con Él y en Él, cuando nos vamos configurando con la vida del Señor, la Transfiguración aquella, que fue el precedente y el anticipo de la Resurrección, empieza también en nosotros. Dejémonos transfigurar, bajo el cielo estrellado, mirando a Dios, distanciándonos de esa cultura del bienestar y del consumo, practicando ahora en la Cuaresma una pobreza especial, una comunicación de bienes con los más necesitados, una penitencia que la noten los pobres. Ha llegado la Cuaresma: los cristianos hacen penitencia, practican la caridad, y los pobres sonríen. ¡Qué bonito! Cuando esto sucede, se está produciendo nuestra transfiguración en el Señor.
En aquel tiempo, tomó Jesús a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto del monte para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor. De repente, dos hombres conversaban con Él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su éxodo, que iba a consumar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se caían de sueño pero se espabilaron y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con Él. Mientras estos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: «Maestro ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». No sabía lo que decía. Todavía estaba diciendo esto cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se llenaron de temor al entrar en la nube. Y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el elegido, escuchadlo». Después de oírse la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por aquellos días, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.