El riesgo de los creyentes - Alfa y Omega

El riesgo de los creyentes

En la homilía de la Misa de la Vigilia de La Inmaculada de 2013, que nuestro cardenal arzobispo, don Antonio María Rouco Varela, presidió en la catedral de la Almudena, dijo:

Antonio María Rouco Varela
Un momento de la homilía del cardenal en la catedral, con el altar de la Virgen de la Almudena al fondo de la nave lateral.

Santa María, la Virgen, sale de nuevo a nuestro encuentro en el misterio de su Inmaculada Concepción, un año más, al iniciarse el tiempo de Adviento. Tiempo de una nueva venida de Nuestro Señor Jesucristo, en quien Dios Padre nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales. El que se deja encontrar por María, la Virgen Inmaculada, se encontrará indefectiblemente con su divino Hijo. Lo que equivale a decir: con toda esa abundancia de los verdaderos bienes —espirituales y celestiales— que nos llenan de luz, de esperanza y de gozo en el camino de la vida siempre tentada por bienes aparentes, efímeros, a menudo falsos y destructores de nosotros mismos, y siempre amenazada por los zarpazos de los poderes de este mundo. «El gran riesgo del mundo actual con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada» (Papa Francisco, Evangelii gaudium, 2). El diagnóstico del Santo Padre no puede ser más certero. Ese riesgo del mundo actual es también nuestro riesgo: el riesgo de los creyentes, el riesgo de los hijos de la Iglesia: de los mayores y de los jóvenes, de aquellos a los que -a juicio suyo- les va bien en la vida y de los que piensan lo contrario, de los ricos y también de los que viven en la necesidad de buscar trabajo y en la pobreza material, incluso es un riesgo incipiente para los niños. Esa tristeza profunda que nos ronda, la tristeza del egoísmo autocomplaciente y satisfecho, tiene una causa que el Papa describe con igual clarividencia: «Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses». Entonces «ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres». Y, sobre todo, «ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien».

¡Se hace urgente mantener la conciencia alerta y vigilante para que ese encerramiento espiritual no nos ocurra!

La clave para encontrarse con Jesucristo Nuestro Señor es María. Encontrarse con su Inmaculado Corazón significa haber encontrado la puerta del Corazón de Cristo: ¡la fuente de la gracia y de la santidad! La Inmaculada Concepción es la Madre espiritual, la única Madre que nos puede ayudar con eficacia sobrenatural a despejar todo obstáculo que pudiera impedir o dificultar un renovado y más intenso encuentro con Jesús, su Hijo, el Redentor del hombre, en este nuevo Adviento que la Iglesia se propone vivir con el espíritu misionero que nos están exigiendo los signos de los tiempos. ¡Su maternidad espiritual es insuperable e irreemplazable por cualquier otra!

Una hora muy difícil

La actual hora de la Humanidad -la hora de Madrid, de España, de Europa…, del mundo- es muy difícil; desde muchos puntos de vista, dramática; pero ¡qué duda cabe! también prometedora. Hoy, como siempre, y con renovados y vibrantes impulsos de muchos jóvenes corazones se proclama y se testimonia la verdad del Evangelio: «La alegría del Evangelio que llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús» (Evangelii gaudium, 1). ¿Cómo no vamos a reconocer en aquella que lo concibió en su purísimo seno, Madre Dios y Madre nuestra, ¡la Virgen del Adviento!, la puerta abierta que nos permite entrar en el sacratísimo Corazón de su Hijo? ¡Con cuánta razón la piedad del pueblo cristiano la invoca en comunión con sus pastores, desde tiempo inmemorial, como causa de nuestra alegría!

También para nuestro tiempo: ¡para hoy!, ¡para nosotros, para nuestras familias y para la sociedad en la que están inmersas nuestras vidas y nuestro destino! Tiempo extraordinariamente crítico -¡cierto!-, pero no menos esperanzador.

María es la primera de la familia humana que vence al pecado en su forma original de desobediencia y de rebelión contra Dios. El pecado es, ante todo, ofensa a Dios y, por esta principal y esencial razón, ofensa y destrucción del hombre que peca y de los que sufren los efectos de su pecado, que en realidad somos todos, por los lazos de solidaridad que unen necesariamente a la Humanidad desde sus comienzos. Los sufrimos y padecemos en la pobreza de siempre -material y espiritual- y en las innumerables y nuevas formas de la pobreza de las personas y de las sociedades de la hora presente.

«Alégrate —le dice el ángel—, llena de gracia, el Señor está contigo». La Era de la gracia, de la piedad y de la misericordia había irrumpido con ella y no concluiría jamás. El contenido y fruto más precioso para el hombre de la Era de la gracia —y ese hombre somos nosotros—, que se inicia históricamente con María, es la alegría de haber encontrado la puerta y camino de la verdadera e imperecedera felicidad.

Nadie mejor y más eficazmente que ella puede ayudarnos a asumir el desafío de una espiritualidad misionera —¡el desafío de la Misión Madrid!— para la nueva evangelización con la generosa y desprendida disponibilidad con la que nuestro Santo Padre, el Papa Francisco, nos invita a salir de nuestros cerrados y cómodos egoísmos. Disponibilidad para no caer en la tentación de la acedia egoísta, del pesimismo estéril, del aislamiento e inmanentismo, de la mundanidad espiritual…, de la guerra entre nosotros (véase Evangelii gaudium, 76-98).

¡María Inmaculada es el regalo de Jesús a su pueblo! ¡Estrella de la Evangelización!

Digámosle a nuestra Madre Inmaculada con todo el corazón, con toda el alma y con todas nuestras fuerzas, pensando en las necesidades y en el bien de todos nuestros hermanos los pobres de alma y de cuerpo, con las bellas palabras de la oración del Papa Francisco:

«Tú, Virgen de la escucha y contemplación, / Madre de amor, esposa de las bodas eternas, / intercede por la Iglesia, de la cual eres icono purísimo, / para que ella nunca se encierre ni se detenga / en su pasión por instaurar el Reino» (véase Evangelii gaudium, 285-288).

Amén.