El retrato de Jesús
6º domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Lucas 6, 17. 20-26
Nos encontramos en el sexto domingo del tiempo ordinario, y es verdaderamente hermoso que veamos y comprendamos la pedagogía de la sagrada liturgia: cómo la Palabra de Dios nos conduce al seguimiento del Señor, paso a paso.
Jesús tenía discípulos que lo seguían y estaban a su lado mientras andaba por los caminos de Galilea para anunciar la venida del Reino. Debía hacer una elección y, para llevar a cabo este discernimiento, Jesús sube al monte (como lo hizo Moisés en el Sinaí: cf. Ex 24, 12-18), y en ese lugar solitario, pero propicio a la escucha del Padre, reza. Según Lucas, en los momentos decisivos de su misión, Jesús siempre entra en oración, busca la comunión con Dios y trata de discernir su voluntad. En esta intensa experiencia de escucha profunda Él madura su decisión de llamar entre sus seguidores a doce hombres que serán enviados por Él y tendrán la misión de anunciar el Reino de Dios, compartiendo su vida con el Señor.
Así, en el Evangelio contemplamos cómo Jesús baja de la montaña con sus apóstoles, y llega a una llanura donde encuentra a muchos oyentes, entre ellos a numerosos enfermos que piden ser curados y verse libres del poder del mal (cf. Lc 6, 18- 20). Jesús es un auténtico maestro, un verdadero profeta, y muchos perciben que está habitado por una fuerza que da vida. En este contexto, Jesús ve a sus discípulos a su alrededor y les dirige las bienaventuranzas. Se trata de exclamaciones, gritos llenos de fuerza y de esperanza, dirigidos a alguien para asegurarle que lo que vive ahora (la pobreza, el hambre, las lágrimas, la persecución) es bendecido por Dios.
El Evangelio de Lucas presenta únicamente cuatro bienaventuranzas, en las que aparecen invertidas las situaciones del mundo: a aquello que se busca, se honra y se considera precioso en la sociedad, se le priva de todo valor, mientras que lo que es pobre, despreciado o rechazado para el mundo es rescatado y colocado en un lugar preferencial. De este modo, las bienaventuranzas expresan la inversión radical de los valores que realiza Jesús. Son la señal de este acontecimiento.
Sin embargo, en Lucas a las cuatro bienaventuranzas corresponden cuatro maldiciones, que tratan de mostrar el peligro de tomar otros senderos, alejados de los caminos de Dios, en busca de las apariencias, del tener, de lo meramente provisional. No son condenas sino advertencias para conducir a la salvación. Se dirigen a los ricos, a los saciados, a los que ríen y a los orgullosos; como ya han cobrado su crédito hoy, ya no podrán reclamar nada. De este modo, esta serie de ayes está destinada a hacer que los oyentes del Evangelio se den cuenta de la vanidad de aquello en lo que ponen su confianza. Solo Dios es una roca sólida a la que el hombre puede aferrarse para recibir fuerza y vida.
Con esta bajada de Jesús que describe el Evangelio, Lucas parece sugerirnos que la página de las bienaventuranzas que escuchamos en este domingo son una palabra que desciende hacia nosotros, nos alcanza y nos consuela en nuestras pobrezas y sufrimientos. Solo así podemos saborear aquella alegría y aquella plenitud de vida que viene de lo Alto, de Dios, y que en Jesús llega hasta nosotros.
Las bienaventuranzas nos presentan el estilo de vida, que es ya la felicidad eterna; el adelanto del Cielo, el premio anticipado, la dicha adelantada cuando uno cree de verdad en el Señor y convive con Él. Y entonces, aquello que la mayor parte de la sociedad lo considera una desgracia, Él lo ve como don y regalo.
La proclamación de las bienaventuranzas es el retrato de Jesús. Son el Evangelio, el rostro del Señor. Si queremos ver la impronta de Jesús, su rostro en el lienzo de un conjunto pequeño de palabras, leamos y meditemos las bienaventuranzas que Lucas nos presenta.
Nos encontramos ante el sermón inaugural de Jesús. Ya ha sido bautizado, ungido y enviado. Ha comenzado su predicación, y ha elegido a sus apóstoles. Pero ahora quiere mostrar su corazón y su rostro. Eso son las bienaventuranzas. No son mandamientos o preceptos legales, no son tablas. Es un rostro. No habla Dios entre rayos y truenos. Habla un hombre entrañable: Jesús, el Señor. Estamos ante las palabras más comprensivas y más sintéticas, en las que está metido el Evangelio, toda la vida de Jesús. Las bienaventuranzas comienzan por pobre y terminan por perseguido y calumniado. Ese es el rostro del Señor, y ese es el rostro del creyente que tiene a Cristo en el corazón.
En aquel tiempo, Jesús bajó del monte con los doce, se paró en una llanura con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les decía: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios. Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis. Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas. Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya habéis recibido vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que estáis saciados!, porque tendréis hambre! ¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis! ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que vuestros padres hacían con los falsos profetas».