El Réquiem de Guerra
La pasada semana pudimos oír, en el Auditorio Nacional de Música, de Madrid, una de las obras más profundas y originales del siglo XX, el Réquiem de Guerra, de Benjamin Britten. Fue compuesta en el año 1962, cuando se consagró la nueva catedral de Coventry, que había sido destrozada por la aviación alemana en noviembre de 1940. En castellano, la palabra destrozada, hasta pronunciada en voz alta, suena escandalosamente desagradable, pero lo que señala en el universo exterior es aún peor. Sólo quedaron un muro exterior y la torre.
Ernst Jünger había predicho, en uno de sus libros, que la capacidad espiritual del ser humano es tan inabarcable, que sólo con ver en pie una capilla semiderruida y que exista un coro religioso son materiales suficientes para volver a colocar los cimientos espirituales de una civilización. Eso mismo ocurrió en Coventry. La nueva catedral de 1962 exigía un corte de cinta suficientemente significativo como para subrayar que aquél era un templo religioso. Entonces se encomendó al compositor Benjamin Britten una pieza musical. El maestro no se había alistado en el ejército durante la Segunda Guerra Mundial. He aquí su argumento: «Yo no puedo destruir la vida de un hombre, porque en cada uno de ellos reside el espíritu de Dios». Quizá por eso, su Réquiem de Guerra es tan exclusivo, único e imprevisible, tanto en sus textos como en el material sonoro. No me excedo en hablar de la música del inglés que, para los que la disfrutamos, sólo diría que pone al espectador en posición de exigencia. Lo suyo no es como encender la televisión, que te arropa y consuela demandándote mínimos de concentración; aquí, la tarea del oyente es igualmente creativa.
Los textos de su Réquiem mezclan los latines de la Misa de difuntos con poemas del poeta-soldado Wilfred Owen, encomendados a barítono y tenor. En Owen hay mucha desesperación por el inventario de dolores que toda guerra produce, sobre todo en la mirada de los niños, que ya no vuelven a ser los mismos tras saber de sus padres muertos. El Réquiem es un constante diálogo entre el dolor del ser humano y la respuesta esperanzadora de la Iglesia. Mientras Owen pone una pena temblorosa en la voz de un difunto -«Soy el enemigo que mataste, amigo mío»-, el coro de niños canta: «Que los ángeles te conduzcan al Paraíso…». El público obligó al cuerpo de profesores y solistas a saludar varias veces.