Fray Gumersindo, el capuchino que acompañó a la muerte a presos republicanos
El Gobierno de Aragón ha declarado bien de interés cultural la tapia del cementerio donde se producían los fusilamientos
«De parte del director de la prisión que mañana venga a la cárcel de madrugada. Ya sabe el objeto». Fueron cientos de llamadas como esta las que recibió el capuchino Gumersindo de Estella durante la Guerra Civil, e incluso años después, cuando acompañó a cientos de presos que eran juzgados sumariamente y condenados a morir fusilados a las afueras de Zaragoza por las tropas franquistas.
Su figura cobra actualidad tras la decisión del Gobierno de Aragón de declarar la tapia del cementerio de Torrero como bien de interés cultural. Ese fue el lugar donde fueron fusilados, hasta años después de concluida la Guerra Civil, cientos de presos republicanos de toda clase.
De Estella llegó a Zaragoza procedente de su Navarra natal, donde, al comenzar la guerra, fue acusado por sus propios hermanos frailes de «derrotista» tras mostrarse crítico con las ejecuciones al borde la carretera por parte de las tropas nacionales. «La violencia no es cristiana y Dios no puede bendecir una revolución que empieza con matanzas», decía. En determinado momento, su superior le pidió irse a Zaragoza «en el primer tren que salga», y el fraile obedeció sin rechistar.
Lo que vivió este pequeño fraile de 1,63 metros de estatura en Zaragoza lo consignó en unas cuartillas que custodió durante toda su vida. La lectura hoy de esos apuntes, que no se hicieron públicos en forma de libro hasta 1975 por miedo a las autoridades del régimen, es una experiencia angustiosa. En ellos refleja con crudeza todo el pavor que vivieron aquellos hombres y mujeres juzgados al alba sin ningún tipo de garantía, muchas veces basándose solo en delaciones y venganzas personales, condenados de forma sumaria a muerte en ese mismo amanecer.
El fraile fue testigo en primera persona de todos los gritos, las lágrimas, la negación y la incredulidad de los reos, que en minutos debían enfrentarse a un paredón que les esperaba a poca distancia. También acierta al reflejar su propia ansiedad –y su impotencia, en muchas ocasiones– por lograr sacar de esa injusticia un bien mayor: la salvación de las almas de aquella gente.
Para ello no dudaba en acercarse a los presos con respeto y mucha unción: estaba pisando tierra sagrada. Algunos de aquellos condenados rechazaron sus servicios, pero otros tantos entregaron sus vidas tan mansos como el Cordero. El fraile acompañaba al preso hasta que se colocaba delante del pelotón, abrazándolo y exhortándolo al arrepentimiento, dándole a besar el crucifijo, retrasando incluso la ejecución cuando consideraba que todavía podía hacer más por él. «El reo me pertenece a mí más que a los jueces», decía.
En esos 300 metros que separaban la cárcel del paredón de Torrero vivió escenas como la del fusilamiento la misma mañana de tres presas, una de ellas esposa del conocido anarquista republicano Durruti, y otras dos que se tuvieron que despedir de sus hijos pequeños allí mismo, en la cárcel, y que a gritos pedían que las mataran junto a sus pequeños. «Esa fue la experiencia más horrible de mi vida», dice el fraile.
Algunos que salían del juicio sumario en mitad de la noche, al ver el cuadro de Franco, exclamaban: «Ese tiene la culpa de todo», lo que inspiró al capuchino a escribir: «Hay que dar la razón al reo en todo lo que es opinión humana y no contradice los dogmas y la moral cristiana. En ocasiones así he logrado ganar corazones y luego almas, aunque pocos entienden esto». A algunos de los que rehusaron confesarse, les daba la absolución «imponiéndoles en penitencia la muerte que iban a sufrir. No me creía en derecho a negarles la absolución. No se la negó Cristo al ladrón del Calvario».
De Estella se guardaba el postre que le daban en el convento para entregárselo a los reos, les compraba tabaco y hasta en alguna ocasión pagó de su bolsillo la sepultura, para que no fueran enterrados en una fosa común. «Un hombre no es lo que otro hombre ve, sino lo que ve Dios, que es el único juez», decía. Por eso, lo último que vieron todos esos presos fue la mirada de Gumersindo, la mirada de Dios.