«El que viene a mí no tendrá hambre» - Alfa y Omega

«El que viene a mí no tendrá hambre»

18º domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Juan 6, 24-35

Daniel A. Escobar Portillo
Mosaico de la catedral del Santísimo Sacramento, Altoona, Pensilvania (Estados Unidos). Foto: Lawrence OP

El pasaje de este domingo se integra en el discurso del Pan de vida, que durante varias semanas interrumpe la lectura semicontinua del Evangelio de Marcos de este año. Tras la narración de la multiplicación de los panes, omitida al coincidir el domingo pasado con la solemnidad de Santiago Apóstol, nos introducimos en el diálogo entre Jesús y la gente, que puede ser visto a modo de catequesis sobre la fe en el Señor y en la Eucaristía. Las palabras de Jesucristo sobresalen por su profundidad y densidad, donde ocupa un lugar central la acogida del hombre al Señor. Sabemos por otros pasajes que san Juan no designa como milagros los portentos realizados por el Señor, sino que prefiere adoptar el término signo, remitiendo así a algo que supera lo que ven los ojos. Uno de los puntos que llama la atención es la cuidada elaboración del texto. Se trata de un capítulo que visto en su conjunto permite entrever que, a partir de las palabras del Señor, el evangelista quiso al mismo tiempo elaborar una explicación sobre el sacramento de la Eucaristía, tan importante en el nacimiento y desarrollo de la primitiva Iglesia. La relevancia de este pasaje compensa la ausencia de otras referencias eucarísticas habituales en los sinópticos, como, por ejemplo, la institución de la Eucaristía.

De manera única, el Señor quiere unir en este texto dos conceptos: pan y vida. Para ello conviene retrotraernos al libro del Éxodo, en el que, como descubrimos en la primera lectura de este domingo, los israelitas reciben el maná, una especie de grano que aparecía por las mañanas y que, junto con las codornices, servía para alimentar a los exhaustos hebreos en el desierto y mantenerlos con vida. Este era el original pan bajado del cielo, que sirvió para conservar la vida física. Por eso, ahora el Señor se referirá a un pan y a una vida de otra índole: una vida eterna, perdurable y plena, y un Pan que es Jesús mismo, alimento de eternidad.

Para nosotros, en nuestros días, escuchar este pasaje supone también poder superar las realidades concretas y visibles, para descubrir lo que implican los signos del Señor. En este sentido, es iluminadora la respuesta de Jesús cuando la gente pregunta: «¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?». Si la multitud buscaba un método para poder disponer de alimento físico, Jesús afirmará que Dios mismo es el que realiza la acción enviando a su Hijo, a lo cual el hombre debe responder con el asentimiento de la fe. No se trata, pues, de hacer una obra concreta, sino de aceptar la fe como un don inmerecido que debe ser pedido y, sobre todo, recibido.

El anhelo del Pan

El Hijo enviado y ahora el Pan entregado manifiestan una vez más que el punto de partida de la fe está siempre en lo alto, descendiendo de Dios hacia nosotros. Del mismo modo que en la antigüedad veló por su pueblo en el desierto, ahora cuida de nosotros a través de su único Hijo. Asimismo, esta visión es la que justifica la misión de los cristianos en la tarea de evangelización.

La petición «Señor, danos siempre de este pan» está poniendo de manifiesto, por otra parte, que el camino de acercamiento de Dios hacia el hombre se corresponde con los anhelos más profundos de este. Si más adelante Juan hará referencia a «el que come mi carne y bebe mi sangre», como destinatario de la vida eterna, en el pasaje de este domingo alude a «el que viene a mí» y «el que cree en mí». De este modo, no puede separarse nunca comer el Pan de vida de creer a Jesús como Pan de vida. En definitiva, estamos ante un texto modelo para comprender no solo la importancia del sacramento de la Eucaristía, sino también la relación necesaria entre la Eucaristía y los demás sacramentos, de una parte, y la experiencia de fe, por otro lado.

18º domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Juan 6, 24-35

En aquel tiempo, cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús.

Al encontrarlo en la otra orilla del lago, le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo has venido aquí?». Jesús les contestó: «En verdad, en verdad os digo: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad, no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre; pues a este lo ha sellado el Padre, Dios». Ellos le preguntaron: «Y, ¿qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?». Respondió Jesús: «La obra de Dios es esta: que creáis en el que Él ha enviado». Le replicaron: «¿Y qué signo haces tú, para que veamos y creamos en ti? ¿Cuál es tu obra? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: “Pan del cielo les dio a comer”». Jesús les replicó: «En verdad, en verdad os digo: no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo».

Entonces le dijeron: «Señor, danos siempre de este pan».

Jesús les contestó: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás».