El Prado rescata la figura de Juan Fernández, desconocido pintor de bodegones, del siglo XVII. El labrador que amaba la naturaleza - Alfa y Omega

El Prado rescata la figura de Juan Fernández, desconocido pintor de bodegones, del siglo XVII. El labrador que amaba la naturaleza

Casi todo lo que sabemos de Juan Fernández, el Labrador, se encuentra en esta exposición que el Museo del Prado brinda, hasta el próximo 16 de junio. El recorrido reúne 11 de los 13 bodegones conocidos del pintor, uno de los artistas más enigmáticos y exquisitos del barroco español, maestro de las naturalezas muertas

Eva Fernández
Jarra de flores. Colección particular.

Ésta es la historia de uno de los pintores más desconocidos del siglo XVII, un artista que escogió la vida sencilla en el campo –de ahí el sobrenombre de el Labrador– y del que sólo nos queda el rastro de la fama que alcanzaron sus pinturas.

Juan Fernández fue un hombre esquivo en cuestiones personales; apenas conocemos datos biográficos, y aquellos de los que disponemos resultan poco fiables. Se supone que nació en Extremadura y trabajó como criado de un importante noble italiano, Giovanni Crescenzi. Se podría decir que Crescenzi era el mejor cazatalentos de especialistas en naturalezas muertas, un auténtico sabueso a la hora de encontrar pinturas para coleccionistas. En este ambiente, los sencillos bodegones de un criado que apenas sabía escribir debieron causar gran impacto en un momento en el que estas representaciones se estaban haciendo cada vez más barrocas.

El talento como pintor de quien llegó a ser el único pintor español de bodegones conocido en esa época en Europa, emerge ahora en la exposición Juan Fernández, el Labrador. Naturalezas muertas, comisariada por el profesor Ángel Aterido, autor también del catálogo, en el que se encuentra todo lo que, en estos momentos, se sabe sobre este pintor.

En pocas exposiciones podemos contemplar casi la obra completa de un artista. Hay que tener en cuenta que, en la muestra, sólo faltan dos obras de las 13 que, hasta la fecha, se atribuyen a Juan Fernández. Entre ellas, la única que está firmada por el Labrador, en manos de un coleccionista holandés que no ha querido prestarla, y la otra adorna un mueble cabinet del siglo XVII, que pertenece a un noble inglés.

La creación pictórica de el Labrador se encuadra cronológicamente entre 1630 y 1636. Sabemos que, hacia el año 1633, Juan Fernández se retira definitivamente al campo, y sólo regresa a la corte una vez al año para vender sus cuadros. Su pintura entusiasmó a los embajadores de Londres en Madrid, sir Francis Cottington y sir Arthur Hopton, que impulsaron su trayectoria y regalaron al rey Carlos I alguno de sus óleos, como Bodegón con uvas, membrillos y frutos secos (ca. 1633), en poder todavía de la Casa Real británica, y que, gracias a su préstamo, regresa por primera vez a España, tras casi cuatro siglos de ausencia. En esta pintura, destacan los golpes de luz sobre los membrillos.

El pintor obsesionado por los racimos de uvas

«Acuérdese de enviar al rey las uvas pintadas que el pobre diablo ha hecho para él»: son palabras escritas por el embajador sir Francis Cottington, en las que el pobre diablo era Juan Fernández, el Labrador. Queda claro que nuestro artista debía presentar una imagen poco atractiva a los ojos de la legación inglesa en Madrid, pero lo que si es cierto es que los racimos de uvas que pintaba el Labrador eran dignos de reyes. Basta un solo instante de contemplación frente a estas uvas para entenderlo. No cabe la menor duda de que los frutos de la vid se convirtieron en su principal objeto de atracción. De las 11 obras expuestas en el Prado, siete están dedicadas únicamente a las uvas. Uvas en todas sus variantes: blancas, negras o con forma ovalada. Las pintaba con fidelidad a las pautas marcadas por su contemporáneo Juan Sánchez Cotán, del que contemplamos Bodegón de caza, hortalizas y frutas (1602).

Por alguna razón, los racimos de uvas han servido desde antiguo para demostrar la maestría de los pintores. Según los textos clásicos, el pintor griego Zeuxis (siglo V a. C.) llegó a pintar unas uvas tan reales, que hasta los pájaros acudieron engañados a picotearlas. La forma de representarlas por parte de el Labrador ha llevado a considerarle un Zeuxis moderno. En Bodegón con cuatro racimos de uvas (ca. 1630-1635) y Bodegón con uvas, manzanas, frutos secos y jarra de terracota (ca. 1633), comprobamos la minuciosidad con la que el Labrador pinta la tersura y la flacidez de la piel de las uvas, y hasta el característico polvillo que las cubre.

Tras las vides, vendrían las flores, tal como le aconsejaron los diplomáticos ingleses. Buen ejemplo es la Jarra de flores (1636), en la que la luz asoma sobre los pétalos y las hojas, marcando incluso sus distintos grados de lozanía.

Pero, sobre todo, esta exposición cuenta la historia de un labrador que pintaba los racimos de uva más auténticos del barroco español. No se pierdan ese instante de quedarse a solas frente a uno de esos racimos.