El Pontífice afirma en Hiroshima que «el uso militar de la energía atómica es hoy más que nunca un crimen»
Condena en Nagasaki el «miedo a la mutua destrucción o la aniquilación total» por los países nucleares
Al término de una jornada agotadora, iniciada muy temprano en Tokio y continuada en Nagasaki antes de volver por la noche a la capital, el Papa Francisco ha manifestado este domingo junto al cenotafio de las 225.000 víctimas de Hiroshima que «el uso de la energía atómica con fines de guerra es hoy más que nunca un crimen», contra el ser humano y, a la vez, contra el medio ambiente.
Después de depositar una corona de orquídeas blancas, rezar en silencio y encender una llama ante el memorial de las víctimas del primer ataque atómico de la historia el 6 de agosto de 1945, el Santo Padre y miles de participantes en el acto han escuchado el estremecedor testimonio de dos «hibakusha», literalmente, «personas que recibieron la explosión». Bajo el frío de la noche de invierno, todo el cuadro resultaba doloroso y desolador.
La señora Yoshiko Kajimoto, una anciana de 88 años, tenía solo 14 aquel fatídico día y se encontraba a 2,3 kilómetros del hipocentro, la vertical de la explosión a unos 500 metros de altura.
A pesar de sufrir quemaduras y heridas por el desplome del edificio en que se encontraba, la señora Kajimoto recuerda que otros supervivientes en esa zona «caminaban como fantasmas, personas con los cuerpos tan quemados que no se distinguía entre hombres y mujeres, con las caras hinchadas al doble de su tamaño normal, los labios colgantes, y la piel quemada colgando a jirones. Nadie en el mundo puede imaginar un infierno como este».
Aquel primer día murieron 70.000 personas a las que se sumarían otras 70.000 en el plazo de un año, después de sufrir atroces sufrimientos por quemaduras, lesiones y radioactividad. Y muchos miles más en los años sucesivos.
«Empezó a vomitar sangre y murió»
Kajimoto ha relatado que «mi padre recibió la radiación y, al cabo de un año, empezó a vomitar sangre y murió. Mi madre murió de enfermedades causadas por la bomba atómica al cabo de veinte años».
Después de oír un segundo testimonio, el del señor Koji Hosokawa, que tenía trece años en el momento de la explosión, el Papa ha tomado la palabra para realizar una reflexión personal: «Hago memoria de todas las víctimas y me inclino ante la fuerza y la dignidad de aquellos que, habiendo sobrevivido a esos primeros momentos, han soportado en sus cuerpos durante muchos años los sufrimientos más agudos y, en sus mentes, los gérmenes de la muerte», con frecuentes tentaciones de desesperación y suicidio.
En tono rotundo, Francisco ha afirmado que «el uso de la energía atómica con fines de guerra es hoy más que nunca un crimen; no solo contra el ser humano y su dignidad, sino contra toda posibilidad de futuro en nuestra casa común. Y asimismo es inmoral la posesión de armas nucleares, como ya dije hace dos años».
Y ha concluido con «una sola súplica, abierta a Dios y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. En nombre de todas las víctimas de los bombardeos y experimentos atómicos, y de todos los conflictos: ¡Nunca más la guerra!».
El Papa había realizado un primer discurso sobre las armas nucleares por la mañana en Nagasaki, formulando una critica directa a la «distensión» y a la intimidación a los países que han decidido no construirlas, prácticamente todos los del mundo.
Ante la evidencia de que, incluso sin detonarlas, las armas nucleares se usan de modo continuo como amenaza, Francisco condenó en Nagasaki el «clima de miedo» que crean las nueve potencias atómicas y reiteró que la estabilidad internacional no puede fundarse «sobre el miedo a la mutua destrucción o sobre una amenaza de aniquilación total».
Bajo una lluvia fría, que daba un aire aún más triste al Parque del Hipocentro de la Bomba Atómica —situado bajo la vertical de la detonación a 500 metros de altura el 9 de agosto de 1945—, el Papa ha afirmado vigorosamente que «un mundo sin armas nucleares es posible y necesario».
Su discurso, pronunciado en español, tenía una fuerza especial en esta ciudad, escenario de la muerte de 175.000 personas a consecuencia de la segunda de las bombas atómicas lanzadas sobre Japón.
Sumadas a las víctimas de la bomba lanzada tres días antes en Hiroshima, el primer ataque nuclear de la historia causó la muerte a más de 400.000 personas, en su abrumadora mayoría civiles. Un número que solo supera otro memorial del horror de la historia humana: el campo de trabajo y exterminio de Auschwitz-Birkenau, construido por los nazis en Polonia.
Ante millares de japoneses protegidos de la lluvia con chubasqueros blancos, el Papa dijo a los políticos del mundo entero que las armas nucleares «no nos defienden de las amenazas a la seguridad nacional e internacional de nuestro tiempo».
Aparte de recordar «el impacto catastrófico de su uso desde el punto de vista humano y ambiental», Francisco rechazó el empleo continuo de la amenaza, y el «clima de miedo, desconfianza y hostilidad, impulsado por las doctrinas nucleares».
«Perversa dicotomía»
Se trata de una «perversa dicotomía de querer garantizar la estabilidad y la paz en base a una falsa seguridad sustentada por una mentalidad de miedo y desconfianza que termina por envenenar las relaciones entre los pueblos».
Aparte de condenar claramente el actual sistema de amenaza continua, el Papa abordó otro aspecto malvado del arsenal atómico: «el dinero que se gasta y las fortunas que se ganan en la fabricación, modernización, mantenimiento y venta de armas cada vez más destructivas, son un atentado continuo que clama al cielo».
En tono muy severo, el Santo Padre urgió a «romper la dinámica de desconfianza que prevalece actualmente, y que hace correr el riesgo de conducir al desmantelamiento de la arquitectura internacional de control de las armas». En su opinión, «estamos presenciando una erosión del multilateralismo, aún mas grave ante el desarrollo de las nuevas tecnologías de armas».
Frente a superpotencias como Estados y Rusia que acaban de abandonar el Tratado de eliminación de armas nucleares de alcance intermedio (INF), Francisco afirmó que «nunca podemos cansarnos de trabajar en apoyo de los principales instrumentos jurídicos internacionales de desarme y no proliferación nuclear, incluido el Tratado sobre la prohibición de armas nucleares», actualmente bajo erosión continua.
Antes de comenzar su discurso, el Papa había colocado una corona de flores blancas ante el memorial de las víctimas. Se había quedado aferrándola con las dos manos durante un largo tiempo con los ojos semicerrados antes de elevarlos al cielo, en una plegaria silenciosa.
Como todos los dignatarios visitantes, Francisco encendió una llama en un artístico candelabro de 120 centímetros de altura, el primero de los dos que ha traído de Roma como regalo a los dos memoriales
Después de la ceremonia en el Hipocentro de la Bomba Atómica, el Papa recorrió tres kilómetros en automóvil hasta la colina de Nishizaka, la «colina de los mártires» donde recibieron la muerte miles de cristianos, a partir del martirio de san Pablo Miki y 25 compañeros en 1597, durante una persecución que duró 260 años —la más larga de la historia— hasta el siglo XIX.
En un breve discurso, Francisco dijo que había venido «a encontrarme con estos santos hombres y mujeres. Y quiero hacerlo con la pequeñez de aquel joven jesuita que venia ‘de los confines de la tierra’, y encontró una profunda fuente de inspiración en la historia de los primeros misioneros y mártires japoneses».
Al mismo tiempo recordó «a los cristianos que en diversas partes del mundo hoy sufren y viven el martirio a causa de la fe. Mártires del siglo XXI, que nos interpelan con su testimonio a que tomemos, valientemente, el camino de las bienaventuranzas». Además de oraciones por ellos, el Santo Padre pidió que «levantemos la voz para que la libertad religiosa sea garantizada para todos».
La jornada del domingo —que incluyó también una misa para 35.000 personas en Nagasaki— fue agotadora y muy dura, pero las historias de extraordinario sufrimiento no han terminado. El Papa se reúne este lunes en Tokio con víctimas del «triple desastre»: el terremoto, el maremoto y la fuga radioactiva de la central de Fukushima en 2011, cuyo balance de muertos —unos 22.000 en los primeros días— supera hoy ya los 25.000.
Juan Vicente Boo / ABC