El poder y la gloria - Alfa y Omega

«Santidad, haga como si rezara», le espetó un fotógrafo a san Juan Pablo II. Contó la anécdota Rubén Amón al recibir el premio Francisco Cerecedo. ¿A quién se le ocurre pedir a un Papa que finja su intimidad con Dios? Pero el Santo Padre —señaló el premiado— «rezó con la mansedumbre de un monaguillo». A nadie sorprendería que Wojtyla no hubiese simulado la oración. Pero su autenticidad hace resaltar todavía más la fuerza del cuarto poder, que no solo consigue una foto forzada, sino que logra que la realidad se amolde a sus urgencias informativas: el Vicario de Cristo rezó al ritmo de las necesidades de los medios. «Muchas veces —sentencia Amón— sucede que, en lugar de contar las noticias, las condicionamos o las protagonizamos».

Ante esto, la Iglesia corre el riesgo de volverse toda ella mediática, reducida a su departamento de comunicación, y perder así su esencia propia. Ella es mediadora entre Dios y los hombres y no un medio anónimo de información. Me parece que ese peligro ha estado siempre presente, ante el pecado y la miseria de sus miembros. Su exposición pública es incómoda y preferiría aparecer ante el mundo sin mancha. Pero ella es, como decían los padres de la Iglesia, una casta meretriz. Por un lado, no puede desembarazarse de toda la suciedad de sus miembros. Por otro, la castidad le viene dada por la cruz y todo su pecado tampoco puede desmerecer la sangre de Dios. Y esto es lo que justamente ha venido a anunciar la Iglesia al mundo: que no hay pecado que no pueda vencer el amor de Dios. Eso lo representamos en nuestras propias carnes.

Así, la Iglesia está destinada a anunciar al mundo esa castidad del amor divino en acto, precisamente al no poder taparse las vergüenzas de su fragilidad y de su pecado. Eso es algo que no recogen la prensa o las redes. Más
realista era Caravaggio cuando escogía a rameras que encontraba por la calle para representar a la Virgen. Porque Dios no vino a traer a este mundo el fin de todos los pecados, sino la lucha con ellos a través del perdón. «Es imposible que no haya escándalos», nos dijo. Por eso, es inevitable tapar el perdón cuando nos empeñamos en fingir la ausencia de pecado.

Así ocurre cuando rigen la vergüenza y el miedo por los abusos sexuales, porque escondemos también el misterio de la redención. Sucedió cuando llevábamos el bochorno por dentro y ocultamos a los abusadores. A ellos les evitamos la condena y a nosotros el escarnio público. Y, sin rastro de la culpabilidad, no hay justicia para las víctimas y el perdón no tiene sentido.

Pero lo seguimos haciendo cuando hoy queremos aparecer en público más ruborizados que nadie con frases grandilocuentes. Lo hacemos cuando prometemos, no ya que lucharemos, sino que lograremos finiquitar los abusos. Como si estuviera en nuestra mano acabar por completo con una lacra tan honda y amplia de la oscuridad emponzoñada de la humanidad (basta con ver Sound of freedom para comenzar a usar frases más humildes). Además, como si al resolver los casos de sacerdotes quedáramos limpios, amén de favorecer con ello la falsa asociación de pederastia y celibato, ¿podemos contentarnos sin haber afrontado los casos de abusos en las familias, que es donde más abundan fuera y dentro de la Iglesia? ¿No son las familias cristianas también nuestros casos?

Pero, sobre todo, caemos en esa hipocresía cuando lanzamos a los leones a los abusadores, repudiándolos más que nadie. Queremos resultar inmisericordes y vindicativos. La venganza es un flaco favor a la víctima, que queda encerrada en el mal sufrido, pero, claro, tiene buena prensa. A veces, la impostura no espera ni a la condena, y rechazamos con el más afectado y publicitado de los ascos al acusado. Ni la sospecha tiene perdón. Pero casi peor me parece que lo hagamos con los ya condenados. La mayor de las repulsas y condenas del pecado no implican ni crueldad ni abandono con el condenado; todo lo contrario: deben ser una llamada al arrepentimiento y al perdón. Pero, ¿visitamos a los abusadores en las prisiones? ¿Les perdonamos y ofrecemos el perdón? ¿Puede uno solo de estos pecados hacer fracasar a la cruz? ¿Dejaremos que el mundo vea que no los abandonamos tampoco a ellos, porque no abandonamos a nadie?

Por lo demás, si la vergüenza es la medida, será cuestión de tiempo que la sombra de desesperación nos ahogue en todos nuestros pecados, al ritmo de los focos. La vergüenza corre en dirección contraria al perdón, porque esconde el mal. El arrepentimiento no es vergüenza: nuestra misión no puede fracasar ni en el peor de los pecados; todos caben en la cruz victoriosa. Esa, y no la impecabilidad, es nuestra verdad. Aunque los ojos escandalizados del mundo no quieran ver ese misterio. Por eso, no está mal visto lo de Pío XIII —el Papa ideado por Sorrentino para la serie The young Pope—, cuya primera medida fue despedir al fotógrafo del Vaticano: Llevo toda mi vida preparándome para ser un Papa invisible».