El placer de afinar un instrumento - Alfa y Omega

El lenguaje universal por excelencia es la música. Un lenguaje que nos emociona o nos cuenta historias, que nos conecta y que trasciende barreras y nos integra culturalmente sin importar de qué rincón seamos. Explica Ramón Andrés en su deliciosa obra Despacio el mundo que una armonía que proviene de una tensión semejante a la de nuestra existencia, de pronto, y sin saber bien el porqué, alcanza una serenidad efímera y una perfección absoluta. Porque la música es precisión y la precisión es música. «En el hecho de templar una cuerda, si pedimos que nos entregue una nota justa, nítida, se manifiesta la decisión con la que nos dice la naturaleza cómo debemos hacer las cosas, cómo llevarlas a cabo». 

Pero también la música ha sido colonizada por la inteligencia artificial, hasta el punto de que las IA creativas son una de las ramas de esta tecnología que mayor desarrollo han tenido. Muchas son las cuestiones que plantea esto y quizá la primera es si una obra musical creada por IA está protegida por derechos de autor. Hasta ahora, la mayoría de los ordenamientos parten de la idea de que, para que una obra sea protegible, debería ser original y creada por una persona física. No es momento para entrar en qué es una obra original ni si una inteligencia que no es humana puede hacerla. Ni tampoco si las legislaciones deberían contemplar, además de las personas físicas y jurídicas, un tertium genus como es la personalidad tecnológica de la IA. 

No cuestiono ni mucho menos estos otros modos de configurar y crear la música, pero el placer de interactuar como seres humanos con ella es algo a lo que jamás deberíamos renunciar. Escuchar música, crearla o directamente ejecutarla, como el que afina un instrumento, requiere, como decía Ramón Andrés, un proceso físico de interiorización por el cual devenimos exactos y precisos, aunque sea ilusorio y se cumpla solo por unos instantes.