Una se plantea muchas cosas sobre su profesión después de ver esta obra. El depredador que busca la noticia, en este caso, la imagen, por encima del hombre me suena lejano. Pero no inverosímil. Esta es la historia de un fotógrafo triunfador que, en la guerra de Bosnia, retrató la imagen ganadora del premio. La que dio la vuelta al mundo. La que salió en todas las portadas. Pero también es la historia de su maniquí, del protagonista del instante eterno, del soldado ya nunca desconocido. La venganza, la deshumanización, la guerra, el odio, el amor, el abandono y la incomprensión impregnan el cuadro en blanco y negro, o rojo y amarillo, o gris, del Pintor de batallas.
Por el visor de Andrés Faulques dejaron de pasar personas, humanos, carne y hueso, raíces y anhelos. Tras mil encuadres de muerte lo único que importaba ya eran las líneas, la luz, la trayectoria perfecta. El francotirador que te permite ver cómo juega a ser Dios en ese pequeño instante en el que un gesto reconocido deja a la chica vivir. O morir.
Era famoso. Había ganado todos los premios de fotografía internacional ganables. O casi todos. Como el propio autor de la novela que adapta este Pintor de batallas, Arturo Pérez-Reverte, llevaba el asedio de Vukovar grabado en el alma y en el obturador. Pero la guerra entre vecinos supuso el final de su carrera, su retiro al exilio. Abandonó la cámara por los pinceles, se instaló en un torreón alejado del espacio y del tiempo y se dedicó a esperar que la vida pasara.
El timbre sonó de la manera más inesperada posible. O quizá ni siquiera hubo timbre. Ivo Markovic recorrió años y mundos para encontrar al hombre que arruinó su vida. Era aquel protagonista de la foto que copó las portadas, aquel soldado ya nunca más desconocido al que señalaron con el dedo. Al que dejaron sin amor ni motivos. Que viene a matarle.
Esta no es una obra de guerra, ni de muertes, ni de asesinatos. Es una obra que retrata al hombre en su más puro contexto animal, despojado de sentimientos -¿obligados a ello?-. Pérez Reverte retrata una serie de dilemas morales a los que se enfrentan los que han traspasado la línea que los que nos sentamos delante del ordenador ni olemos. Pero que nos atrevemos a enjuiciar en tantas ocasiones.
Es una obra sobre las consecuencias de la violencia. Sobre la locura de la soledad. Y permite al espectador disfrutar de esa disección de cirujano que el autor pone sobre la mesa -o mejor dicho, sobre el lienzo-, como si de un aprendiz de médico se tratase. No se olviden de llevar bisturí y guantes, se van a zambullir de lleno en las vísceras del otro. Quizá se reconozcan en algo. O quizá aprendan, para tender una mano al que anda perdido.
Enorme Alberto Jiménez en el papel del soldado, creíble, brillante y devorador de la escena. No tan mágico su enemigo, Jordi Rebellón, aunque resuelve la escena sin problemas. Gracias Antonio Álamo por una obra que va más allá del entretenimiento.
★★★★☆
Teatros del Canal
Calle Cea Bermúdez, 1
Canal
Hasta el 16 de abril