Queridos papá, mamá, hermana y hermanos:
Os voy a contar algo que ya sabéis pero que aún así os sorprenderá porque pocas, o ninguna vez, me habéis oído decirlo: soy un orgulloso.
He tardado treinta y un años en deciros lo que os voy a decir. Sólo un orgulloso como yo podría tardar dos días en quedar con un amigo a tomar una caña si se lo pide y treinta y un años en hacer algo que debía haber hecho nada más nacer.
Os escribo para deciros lo que mi orgullo tampoco me permite deciros a la cara. Pero también para que quien lo lea y piense así, sepa que no es «un tío raro». Y también para que quien lo lea y no piense así, sepa que se equivoca. Hago una interrupción para decir que la palabra «equivocarse» suena muy fuerte a día de hoy. Todo el mundo tiene miedo de decirle a otro «te equivocas» pues corre el riesgo de ser tildado de retrógrado, intransigente, u otras cosas que a modo resumen se pueden agrupar en la expresión «cristiano». ¿Cuántas veces me habré callado frente a un amigo por no recibir ese calificativo? Pues bien, a todos los que leyéndome piensen que soy un fundamentalista: os equivocáis. No, no todo en el mundo es subjetivo. No todo en este mundo se mide por la calidad de la percepción de cada uno. Nos hemos engañado unos a otros.
No hay excepciones, ni reticencias al deciros que os estoy inmensamente agradecido a los cinco. Entiendo que hay gente que ha sido abusada, maltratada, abandonada y despreciada por sus progenitores, hermanos y cónyuges. Siento enormemente que esas personas se hayan perdido esta gracia y, cuando me acuerdo, rezo por ellos. Pero todos los demás que guardan rencor a un padre exigente o laxo, a una madre egoísta o demasiado atenta (controladora e insistente; «pesada»), a unos hermanos déspotas o envidiosos; todos los demás, que no pueden perdonar y agradecer, estáis equivocados.
Ésta es brevemente mi historia, para que se entienda el por qué de lo que hago hoy. Nací en el seno de una familia estructurada y católica. El mayor de cuatro hermanos. Desde pronto empecé a ver que algo en mí funcionaba mal. Me sentía incompleto, insuficiente, incapaz. De pronto sentí algo. Era algo que luego entendí, por verlo explicado en otros, que se llamaban celos. Mis hermanos recibían más atención, más cariño. Los hijos de los amigos de mis padres eran alabados por mis padres por su inteligencia. ¿Y yo? Yo sólo recibía exigencias, nunca salía una alabanza de la boca de mi padre. Siempre era yo el culpable de las peleas con mis hermanos. Siempre era el último en elegir postre en la casa de mis amigos. Siempre, nunca. Dos palabras que corroyeron mis entrañas. Tenía que hacerme valer porque nada ni nadie me lo iba a regalar. Ni siquiera mis padres.
Ese sentimiento de debilidad, ese complejo de inferioridad me iban a conducir a buscar la aprobación de cuantas maneras este mundo inventó. No escribo para entrar en detalles pero por resumir: todas. Y eso incluye un amplio rango de delitos penados.
Hasta que de pronto, hace muy poco, descubrí que alguien me había engañado. Resulta que mi padre me quería. Mi padre me amaba. Y lo hacía tal cual yo era. Con mis debilidades, con mis complejos y sobre todo con mi dedo acusador. Y ese padre os había enseñado, a ti papá y a ti mamá, a quererme del mismo modo. Con mi composición incompleta. Y os había dado, a ti hermana y a vosotros hermanos, el maravilloso don de quererme hoy, después de todo lo que os hice pasar ayer.
¿Cómo era eso posible? Si ayer mi padre era un tirano, mi madre no me había defendido y mis hermanos no habían compartido nada conmigo nada más que malas caras. ¿Cómo era eso posible si yo ayer…? Ayer os gritaba, hermanos, te insultaba hermana, te rechazaba padre y no te respetaba madre. Si ayer no os aceptaba. Si ayer no os amaba. Era yo. Todo era yo. Yo había exigido que me quisiérais como yo quería ser querido. Es decir, ser reconocido el primero, no el primogénito, no. Eso era poco. El primero, el más sabio, guapo, fuerte y poderoso. He ahí la clave. Mi imperfección, mi insuficiencia no aceptaba ser amado de otra forma y si no era amado de la forma que yo exigía, todo lo demás era fatiga inútil. Ya me podían reír las gracias o compensar por mis notas que no era suficiente. Ya me podían consolar en mis derrotas o ceder el puesto en la mesa, que no era suficiente. Ya me podían perdonar mis injurias o darme caprichos que no era suficiente. Yo no era suficiente, y esa insuficiencia, ese pequeño huequito incompleto de mi corazón, me hacía sentir que mi corazón estaba completamente vacío.
Si, pobre ciego de mí, me hubiera dado cuenta antes de que todo ese vacío, todo eso que creí que me faltaba era mentira. Si sólo hubiera sido antes, ¿cuánto mal me habría ahorrado?, ¿cuánto daño a los demás y a mí mismo habría evitado?
Pero como nunca es tarde. Hoy, es suficiente. Hoy es suficiente porque me queréis como soy para que os diga:
Primero. Gracias a todos por haberme esperado todo este tiempo.
Segundo. A ti papá. Gracias por haberme amado hasta el límite de tu capacidad. Con todo tu corazón, con todas tus fuerzas, con toda tu alma. Pero sobre todo por haber sido lo suficientemente humilde para reconocer que Dios te amaba así y poder hacerlo conmigo. Gracias, porque a pesar de que tu exigencia, mal interpretada por mí, me llevó por un infierno que duró años, hoy, que la interpreto bien, es una bendición como no he recibido otra. Hoy puedo decir que tu exigencia me ha permitido sacarme una carrera cuando la mayoría de mis amigos no estudiaban. Me ha permitido exigirme dar más e ir más allá de lo que creía que daban de sí mis fuerzas en tantas situaciones que no las puedo ni contar. Me ha permitido luchar por lo bueno que vuestro ejemplo me ha trasmitido. El amor. Y sobre todo me ha ayudado a saber que, con la ayuda de Dios, sí me puedo exigir más a mi mismo y menos a los demás.
Gracias también por haber sido lo suficientemente humilde como para venir a mi cuarto y pedirme perdón. Y como para hacerlo llorando. Porque sé de buena tinta que muchos padres se han ido a la tumba sin pedir perdón a sus hijos por haberles amado con sus limitaciones. Por haber dado por perdida la eterna lucha de un buen padre. «Que mi hijo sea mejor que yo porque le amo más que a mí». Pues bien papá, no lo has conseguido, lo siento. Pero has conseguido algo más grande. Que yo me encuentre con Dios y pueda ser feliz a pesar de mis imperfecciones. Gracias por corregirme, gracias por exigirme, gracias por amarme.
Tercero. A ti mamá. Gracias por haberme amado por encima de todo y por delante de tí. Gracias por dar la cara por mí cuando yo, equivocadamente, pensaba que papá o que mis hermanos estaban cometiendo una injusticia contra mí. Gracias por entrar con dulzura donde la firmeza de papá no podía entrar. Gracias por mimarme, gracias por estar en vela, gracias por enseñarme a rezar y esperar. Gracias por treinta y un años de estar a mi servicio incluso estando enferma, como si a la suegra de Pedro le hubiera bastado la presencia de Jesús, y no el milagro, para ponerse a servir. Gracias por darme, no sólo lo que te sobraba, sino de lo que necesitabas, como la viuda en el templo. Gracias por enseñarme a amar en silencio como María frente a la cruz. Gracias por enseñarme a perdonar, no como una exigencia, lo cual habría sido imposible para mí, sino ayudándome a ver el daño que hacía a los demás para así llenarme de ternura y poderme humillar. Pues bien mamá, perdón. Perdón por todas las veces que te he faltado al respeto. Por todas las veces que he dejado que me sirvieras mientras me sentaba en el sofá, y sobre todo por todas las veces que te he exigido que me sirvieras, porque para mí era un decreto cuyo incumplimiento debía ser castigado con la pena de mi silencio, desprecio y rechazo durante horas o días. Perdón por las veces que he aplicado ese castigo injusto y despreciable. Perdón por los treinta y un años de no pedirte perdón.
Cuarto. A ti hermana. Gracias por no odiarme cuando más daño te he hecho. Gracias por ser más humilde que yo y acercarte a pedirme perdón cuando era yo el que te tenía que pedir perdón. Gracias por aguantar mis gritos y agravios. Gracias por sonreír incluso cuando mi mirada sólo infundía temor y desprecio. Gracias por no tenerme en cuenta mi falta de amor hacia tí. Gracias por tener el enorme valor de plantarme cara y corregirme en las cosas que sabías que estaba equivocado. ¿Sabes? Me recuerdas a alguien. A alguien que se sabía tan fuerte que no le tuvo miedo a un monstruo y le plantó cara. Que cogió su pequeña arma, la honda de la verdad y dijo «te equivocas» Goliath. Me juego la vida ahora mismo contra tí porque tus apariencias fascistas no me dan miedo porque mi palabra es más fuerte que tu odio. Me recuerdas a alguien que se plantó años después frente a este pequeño valiente y, cuando su corazón se había embotado le dijo: «te equivocas». «Érase una vez un rey que mató a la oveja del pobre porque se antojó de ella», le dijo. El pequeño valiente que se había convertido en un envidioso y justiciero le dijo:
¿quién es ése que será castigado con la muerte? Y el valiente al que me recuerdas, el que no tuvo miedo de enfrentarse conmigo, al rey déspota le dijo: «ese hombre» egoísta y envidioso, justiciero y asesino, «ese hombre eres tú». Gracias por ser más valiente que David y más sabia que Natán. ¡Qué orgulloso estoy de ti!
Quinto. A tí hermano mediano. ¿Sabes algo que descubrí cuando te casabas? Llevo toda la vida alabando a mis amigos en menosprecio de tí y del resto de hermanos. Te he considerado un rival, pero un rival no digno de dedicarle el esfuerzo que les he dedicado a mis amigos. Y sin embargo, hoy te digo que eres el mejor amigo que he tenido nunca. Porque he jugado contigo, cuando estaba sólo, cuando me había enfadado con mis amigos, cuando me habían castigado sin jugar con juguetes que me permitían olvidarme de tí, cuando no encontraba a nadie más con el mismo interés por las cosas que me gustaban a mí, e incluso cuando estaba enfadado contigo. Resulta que me he pasado la vida buscando el amigo perfecto, ese que se adaptara a mi egoísmo. He recorrido más de cincuenta países y he hecho cientos de amigos y resulta que ese amigo perfecto estaba en casa. Perdóname por tantas veces que te he manipulado para mi propio beneficio. Perdóname por haberte obligado a dejarte ganar porque no aceptaba que pudieras ser mejor que yo. Perdóname por someterme con mi violencia y con mis gritos. Perdóname por no dejarte ser mejor que yo. ¿Sabes qué? Ya me he dado cuenta de que eres mejor que yo. Estoy orgulloso de tí. Eres más listo, más paciente, más tranquilo, más servicial, más coherente, menos violento. Madre mía, en cuántas cosas me gustaría parecerme a ti y eso que eres tú el que deberías querer parecerte al mayor. Pero eres tan inteligente que elegiste no hacerlo. Y sobre todo gracias. Gracias por estar ahí, por reírte de mí tratando de no herirme, por no guardarme rencor ni querer venganza por las veces que te he obligado a perder. Eres la versión guapa de Sancho Panza. Toda la vida de fiel escudero siendo más válido que su señor. Eres la viva imagen de Jonatán dispuesto a morir por su déspota amigo David. Gracias hermano y mejor amigo.
Sexto. A tí hermano pequeño. A tí no te voy a decir que eres mejor que yo, porque no quiero fomentar tu narcisismo. Porque sé ya, el daño que a mí me ha hecho el mío. Algún día, no muy lejano aprenderás a utilizar los dones que Dios te ha dado para hacer su voluntad. Es decir, para ponerlos al servicio de los demás. Es decir, para gloria de Dios y no para la tuya. Porque a pesar de que toda la vida te he recriminado tus imperfecciones eres de los cuatro el que más dones tienes. Lo que pasa que yo sólo veía lo primero porque veía en tí lo que era yo. Y me asustaba. Me asustaba de ver la frialdad de tu trato, la irracionalidad de tus quejas y contestaciones, la incapacidad de darte, anulada por la capacidad de exigir que te dieran. Esos no son tus defectos más que lo son míos. Por eso perdona por recriminarte que cambies cuando yo no podía cambiar. Perdona por llevar un amor tan maravilloso como el de un padre, «que sea mejor que yo», a la imposición autoritaria como un principio. Porque yo no te he amado bien y por tanto no te he amado. Te he obligado a no ser como yo, en vez de ayudarte a creer, como papá, que podías serlo. Perdona por aguantar todas las veces que te he desplazado, insultado o no he compartido contigo. Perdona por hacer de tu posición en la casa, la más difícil, por celos. Y gracias, por los momentos de alegría que me has dado. ¿Sabes una cosa? No debías tener más de un año, pues no andabas, ni hablabas y eras una mata de pelo blanco, cuando un día me acerqué a tu cuna (y ahora es cuando tu y papá decís que me lo he inventado pero la verdad es que lo recuerdo tan nítido como el día más feliz de mi vida. Es más no recuerdo ni siquiera el día más feliz de mi vida) y te miré. Te miré durante horas. Es la vez que más cerca he estado de quererte como Dios quiere a sus hijos. Y no te tuve celos, y «no te aparté el rostro». Y mientras te miraba comenzaste a reír. No sé por qué. Pero reías tanto que lloraste de risa y yo lloré. Y lloré y lloré de risa y no sé si fueron unos pocos minutos pero hoy lo recuerdo como horas. Eras el mejor bebé del mundo. Eras genial, estaba orgulloso de tí. Eres genial y estoy orgulloso de tí hermano. Gracias por ser único, por ser la versión buena de mi versión mala y la versión aún mejor de mi versión buena.
Séptimo. Y último. Creo que queda poco que decir. Ojalá que a partir de HOY Dios me dé la paz, el descanso mental (que no el físico definitivo) para ser más libre, para vivir el hoy después de haberos dicho lo que debía haberos dicho ayer. Pero estoy orgulloso, por una vez de mí, de haberos podido decir esto. Que es todo: gracias y perdón. Y por si no queda claro: que os quiero.
Un fuerte abrazo,
Pablo Barahona Esteban