Cincuenta años después de la muerte de Juan XXIII, acaecida el 3 de junio de 1963, pocos días después de publicada su encíclica Pacem in terris, su personalidad religiosa y eclesiástica sigue mereciendo la atención debida a quien, consciente del tiempo histórico, de los desafíos que el mundo lanzaba a la Iglesia, así como del deber de la Iglesia de encontrarse con el mundo, escuchó el soplo del Espíritu y convocó un Concilio ecuménico, para la Iglesia universal.
El día 25 de enero de 1959, tres meses después de haber sido elegido Papa, a la edad de setenta y siete años, Juan XXIII anunció que tenía la intención de convocar un Concilio ecuménico. La convocatoria respondía a la intuición de un aggiornamento necesario que pasaba por «abrir las ventanas de la Iglesia para que podamos ver hacia afuera y los fieles puedan ver hacia el interior». Juan XXIII habló del primer anuncio, pronunciado en San Juan de Letrán, como de un toque inesperado de una gran dulzura en los ojos y en el corazón. El Papa Juan sentía la profunda alegría de la fe y tenía la firme convicción de que el momento histórico en el que se convocaba el Concilio era el tiempo oportuno. Lejos del fatalismo de los profetas de calamidades que vivían atemorizados, como si cualquier tiempo pasado fuera mejor, el Papa dio cuenta de cómo la Providencia llevaba «a un nuevo orden de relaciones humanas que, por obra misma de los hombres, pero más aún por encima de sus mismas intenciones, se encaminan al cumplimiento de planes superiores e inesperados; pues todo, aun las humanas adversidades, aquélla lo dispone para mayor bien de la Iglesia» (Gaudet Mater Ecclesia). Juan XXIII era plenamente consciente de que la politización y las controversias de orden económico, en un mundo profundamente ideologizado, alejaban al hombre de Dios. Sin embargo, consciente de la ambivalencia de las obras humanas, el Papa mostraba su confianza, porque en ese preciso momento de la Historia, comienzos de la década de los sesenta, las nuevas condiciones de la vida moderna habían hecho desaparecer los viejos obstáculos que históricamente dificultaron la acción de la Iglesia en el mundo. La libertad beneficiaba a la Iglesia y favorecía el anuncio de la verdad de Cristo, tanto como la indigencia espiritual del mundo en el que se convocó el Concilio se encontraría con una Iglesia pletórica de vitalidad. Las viejas injerencias del poder político habían desaparecido, al menos en el mundo libre, y con ello la Iglesia se libraba de las trabas del orden profano. Era en este mundo en el que la Iglesia estaba llamada a anunciar la doctrina plena y verdadera sobre el hombre y sobre los hombres en su camino hacia Dios. La Iglesia debía dar testimonio de la verdad, pero debía hacerlo mirando al mundo y a las obras del ingenio humano. El Concilio debía profundizar en la doctrina de la Iglesia, no como una pieza de museo que debía ser conservada, sino como una interpelación desde la que responder a las exigencias de la Historia. La Iglesia debía reformular la expresión de la doctrina y hacerlo con la clara conciencia de que su misión era provocar la unidad en torno a Cristo y en torno al hombre.