Los viajes de Francisco en 2022 han revelado sus prioridades. Visitó en abril a Malta, frontera sur del Mediterráneo, para mostrar el limbo burocrático en el que están atrapados miles de refugiados, que esperan años alojados en prefabricados de latón hasta que se resuelve su solicitud de asilo. «¡Es importante que los centros de acogida sean lugares de humanidad!», rogó desde uno, fundado por un franciscano.
En julio viajó a Canadá, frontera existencial. Allí pidió perdón por «la cooperación y la indiferencia de católicos en la campaña de destrucción cultural» a la que fueron sometidos miles de indígenas. Desde finales del siglo XIX, en internados forzosos se les obligaba a asimilar usos occidentales y se les prohibían su lengua y costumbres. Francisco besó las manos de supervivientes y rezó ante un mar de cruces blancas por 4.000 niños fallecidos en esas escuelas.
En septiembre fue a Kazajistán, donde participó en un encuentro con representantes de religiones. A un lado, el rabino jefe sefardí de Israel y el metropolita ortodoxo Antonij, del patriarcado de Moscú. Al otro, Ahmed al Tayeb, principal referente de los musulmanes sunitas, y el patriarca Teófilo III de Jerusalén. Los llamó «hermanos» y con los bombardeos de Ucrania en el corazón, les pidió que no manchen la fe con la violencia.
En noviembre, en Baréin, mostró los buenos frutos de la colaboración entre cristianos y musulmanes. Ante el Pontífice, «constructor de puentes», el líder del islam suní tendió una mano a sus históricos rivales, los chiíes. «Sentémonos para superar las diferencias», ofreció.
El Papa no pudo hacer dos viajes: el de R. D. Congo y Sudán del Sur se aplazó por motivos de salud y se hará en breve. El otro, a Moscú y Kiev, hasta que firmen la paz. Sueña con hacerlo este año.