De Perú a la India, pasando por Italia: las «nuevas pobrezas» que denuncia el Papa
Francisco celebrará la Jornada Mundial de los Pobres este viernes en Asís con 500 excluidos. Repetirá su llamada a combatir las nuevas exclusiones por la pandemia, como hace la Iglesia en todo el mundo. Aquí, varios ejemplos
Ocurrió hace cinco años. En el penúltimo domingo del Año de la Misericordia, 4.000 personas sin hogar de 21 países vivieron un jubileo muy especial en Roma. La celebración conmovió de tal manera al Papa, que decidió que ese domingo, el anterior a Cristo Rey, fuera a partir de entonces la Jornada Mundial de los Pobres. Ya en su quinta edición, la cita de Francisco con los más vulnerables tendrá lugar este viernes en Asís. Será a menor escala: un encuentro con 500 personas de toda Europa, en el que habrá momentos de escucha y de oración. Para compensar, durante el fin de semana la organización de origen francés Fratello, que organizó la cita de hace cinco años y esta, ha convocado 42 encuentros paralelos en todo el mundo.
Ha pasado un lustro, y en esta quinta jornada Francisco recuerda que A los pobres los tenéis siempre con vosotros. «Su presencia en medio de nosotros es constante, pero no debe conducirnos a un acostumbramiento que se convierta en indiferencia», pide en su mensaje. En él, recuerda también que «el primer pobre» es Jesús, «el más pobre entre los pobres, porque los representa a todos».
Pero al mismo tiempo que la pobreza se perpetúa, alerta el Santo Padre, surgen de forma continua «nuevas formas». Algunas, «gravísimas», se han debido a la pandemia de COVID-19. Las largas filas ante los comedores sociales «son el signo tangible» de cómo «las personas más vulnerables están privadas de los bienes de primera necesidad». El Pontífice recuerda también cómo el desempleo «golpea dramáticamente a muchos padres de familia, mujeres y jóvenes».
Otros focos nuevos de exclusión se deben a «múltiples y demasiadas formas de desorden moral y social», trampas creadas por «actores económicos y financieros sin recursos», que el Evangelio nos empuja a reconocer. «Un mercado que ignora o selecciona los principios éticos crea condiciones inhumanas que se abaten sobre las personas que ya viven en condiciones precarias», mientras en el centro se colocan «los intereses de algunas categorías privilegiadas», denuncia el Papa. Paradójicamente, al mismo tiempo «parece que se está imponiendo la idea de que los pobres no solo son responsables de su condición», sino de que constituyen una carga para el sistema.
Un «modelo social previsor»
Frente a quienes contribuyen a generar estas nuevas pobrezas, y a quienes han caído en la indiferencia, hay otra respuesta. La de «la solidaridad social y la generosidad de la que muchas personas son capaces, gracias a Dios». También la de «proyectos de promoción humana a largo plazo». Unos y otros «están aportando y aportarán una contribución muy importante». La presencia constante de los pobres en nuestras sociedades nos exige «involucrarnos en un compartir la vida que no admite delegaciones», reconociéndolos como hermanos y devolviéndoles la dignidad. Es decir, más que con beneficencia o limosnas ocasionales que gratifican al que da y «humillan al que recibe», desde la fraternidad y buscando la justicia. Pero, advierte el Papa, no se puede dar así la vida por amor «si no se elige convertirse en pobres de las riquezas efímeras».
Es decisivo además «dar vida a procesos de desarrollo en los que se valoren las capacidades» de cada uno, de forma que todos se complementen y se puedan crear proyectos en los que cada uno participe. «Hay muchas pobrezas de los ricos que podrían ser curadas por la riqueza de los pobres», subraya el Pontífice. Y recuerda que «nadie es tan pobre que no pueda dar algo de sí mismo».
El Santo Padre pide asimismo, a los gobiernos e instituciones mundiales, «un enfoque diferente», basado en «un modelo social previsor» que responda a las nuevas formas de pobreza, que pueden tener un impacto decisivo en las próximas décadas. Es necesaria «una planificación creativa», que permita «aumentar la libertad efectiva» para que cada persona se realice y desarrolle sus capacidades.
Después de años trabajando como camarero, «justo antes de la pandemia» Roberto echó mano de unos ahorros y «pidió un préstamo» para «comprar una cafetería y abrir su propio negocio». Con el confinamiento «lo perdió todo». Acabó viviendo en la calle, antes bulliciosa y esas semanas desierta. Eso significa nadie a quien pedir algo de ayuda… salvo por algunos voluntarios de la Comunidad de Sant’Egidio. Lo invitaron a su comedor social. Allí conoció a Rita Simeoni, que es quien cuenta la historia. «Con él, elaboramos un plan» para que saliera adelante. «Ahora tiene trabajo, comparte un pisito y viene a veces a ayudarnos».
Se han hecho amigos, una de las señas de identidad de Sant’Egidio. Aunque hay muchos casos como el de Roberto (nombre cambiado), «desgraciadamente» otros afectados por la pandemia –jóvenes, con empleos temporales o del sector turístico– «no han podido volver a encontrar trabajo».
Como respuesta a la crisis, Sant’Egidio abrió 25 nuevos centros de distribución de comida en las afueras de Roma. También «llegamos a acuerdos con algunos propietarios de hoteles y hostales para que acogieran a personas sin hogar o con pocos ingresos» en las habitaciones que tenían vacías. «Muchos aceptaron, y algunos siguen dedicando a ello un par de habitaciones». Les ha permitido «ver la vida desde otra perspectiva y es también un bien para ellos», cuenta Simeoni.
Ella lo entiende perfectamente: «Cuando hago un amigo nuevo aprendo de él y me hago un poco más rica». Por eso, «no puedo imaginar mi vida sin los pobres». A ellos dedica buena parte de su tiempo: en el comedor social, a través de la línea de atención telefónica de Sant’Egidio y también en su centro de vacunación. Desde julio, la comunidad ha puesto 10.000 dosis a personas sin hogar, inmigrantes sin tarjeta sanitaria y a quienes, por cualquier otro motivo, no podían lograr cita por los cauces habituales.
Para no comer sola el domingo
Para Simeoni, otra pobreza agravada por el coronavirus ha sido la de los problemas de salud mental por el aislamiento. Durante el confinamiento, la línea de atención telefónica de Sant’Egidio, que atiende tanto a personas con necesidades materiales como a muchas otras que solo quieren hablar, recibió más del doble de llamadas. Tuvieron que ampliar el servicio a los fines de semana. Pero también llegaron muchos más voluntarios, incluidos «jóvenes que empezaron a visitar y llevar comida a ancianos solos y han construido un puente con ellos». Más de año y medio después, «el número de llamadas sigue siendo alto, aunque no tanto». Sí se ha mantenido la entrega de los voluntarios. Siempre intentan que a cada persona la atienda el mismo, para establecer un vínculo personal. En su turno de los domingos a mediodía, por ejemplo, Rita espera sin falta la llamada de Chiara (no es su nombre real). Pidió ayuda durante la pandemia, y «luego una amiga mía la visitó». A veces ellas salen juntas, pero «los domingos está sola y llama para charlar con alguien mientras come».
Cuando la primera ola de la COVID-19 llegó a la India, en la región rural de Mayurbhank (Odisha) se desató el caos. Al regreso de muchos emigrantes, se sumó que «los pequeños granjeros no podían vender sus productos perecederos a tiempo y tenían que tirarlos» o regalar por diez rupias verduras que costaban 40, o por nueve el arroz que cuesta 18, cuenta el padre Lijo George, director de la ONG Balasore Social Service Society (BSSS).
No podían pagar a los retornados que habían contratado. Tampoco devolver préstamos o pagar los seguros. Y, aunque hubieran tenido dinero, «al no poder ir a los pueblos o estar las tiendas cerradas, no podían comprar semillas, herramientas» o fertilizantes. Lo que sí se vendía «había subido mucho». Pudieron comer y sembrar «porque habían almacenado arroz del año anterior». La ayuda mutua y la distribución de alimentos de BSSS (con apoyo de Manos Unidas) hicieron la situación un poco más llevadera.
Ahora, la mayoría va levantando cabeza poco a poco. Aunque «una parte de ellos, los que no tienen tierras» o han perdido al cabeza de familia, «todavía luchan por recuperarse», lamenta el sacerdote. Además, «últimamente los precios han subido tanto», incluso hasta doblarse, «que la gente está sobrecargada». Son todos mucho más vulnerables que antes, cuando ya más de la mitad de la población estaba por debajo del umbral de la pobreza.
«Las comunidades tienen mecanismos internos de ayuda», así que «aunque debemos compartir lo que podamos», debe ser «sin hacerlos dependientes», explica George. Así, además de la ayuda puntual, BSSS los apoyó para comprar semillas y ha seguido organizando formación para que cada familia encuentre «la mejor forma de ganarse la vida según sus posibilidades».
El confinamiento por la pandemia sorprendió al Instituto Fe y Alegría 74, de Santa María de Nieva (Amazonia peruana) poco antes del inicio del semestre. «Avisamos a los alumnos» de Producción Agropecuaria y de Industrias Alimentarias de que el curso sería a distancia, explica Betsi Parra, esclava del Sagrado Corazón de Jesús y responsable pedagógica del centro. Lo hicieron por radio, pues son casi todos indígenas de comunidades sin electricidad, teléfono ni internet.
Cada mes, llevaban en barco a cada comunidad los manuales de las asignaturas y algunos víveres, y recogían los deberes del mes anterior. Pronto se dieron cuenta de que este sistema les costaba mucho a los alumnos, «muy prácticos» y que aún no manejan del todo bien el castellano. Para animarlos, a los envíos se fueron sumando cartas de los docentes, radios solares con un USB y clases en audio, e incluso un par de docentes por viaje para mostrarles su cercanía.
Sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos, un tercio de los alumnos abandonó, incluidos casi todos los recién matriculados. Parra comparte su dolor y frustración, porque este bache priva de un aprendizaje y un factor de desarrollo importante a comunidades que aún están transformándose de ser «recolectoras y cazadoras». En las comunidades con alumnos que perseveraron ha ocurrido lo contrario. El esfuerzo del centro «significó mucho para ellos, y a algunas las ha movido a apostar por sus jóvenes» y a pagar entre todos su manutención mientras estudian. «Para nosotros también fue enriquecedor» el trabajo extra, y sobre todo «llegar hasta sus comunidades y conocer de dónde vienen».