El Papa de las periferias prefirió privilegiar países
Resultaba increíble que una persona de edad avanzada, cuando llegaba a su residencia tras jornadas extenuantes, en lugar de descansar, recibía a más personas, exprimiendo cada minuto
«Santidad, ¿a usted le gusta viajar?», le preguntaba el entonces periodista Andrea Tornielli antes de convertirse en el director editorial del Dicasterio para la Comunicación: «No mucho. Siempre me ha pesado estar lejos de mi diócesis, que para los obispos es nuestra “esposa”. Nunca habría imaginado que tendría que viajar tanto». A pesar de todo, Francisco realizó 47 viajes fuera de Italia, en los que llegó a visitar 66 países, y aunque en principio no tenía previsto viajar, en el fondo siempre mantuvo vivo el espíritu misionero, que desde joven le hizo soñar con ir a Japón siguiendo los pasos de san Francisco Javier.
A través de sus agotadores periplos, consiguió que el foco internacional se situara en niños de la calle, en víctimas de las guerras fratricidas de África, en la tragedia de mujeres que se quedaron sin hijos en el Mediterráneo, en el trabajo de los misioneros en zonas perdidas de Papúa Nueva Guinea o de la profunda Amazonía, y todo para mover a los políticos e instituciones a tomar decisiones que pudieran ayudarles a cambiar su futuro.

Desde aquella primera vez que se asomó al balcón de la fachada central de la basílica de San Pedro, el enfoque de su mirada estuvo dirigido a las periferias. Una propuesta en sí revolucionaria con un único sentido: mostrar al mundo —en primer lugar, a los católicos— que, ocupándonos de los descartados, de los enfermos, parados, presos, refugiados, ancianos o personas sin hogar, encontraríamos respuesta a nuestra propia existencia.
El Papa de las periferias prefirió privilegiar, una palabra usada frecuentemente por él, a aquellos países que estaban o estuvieron en graves dificultades, a los que podía llevar un poco de ayuda; aquellos destinos que quizás pudieran necesitar la presencia del Papa, aquellos a los que se le daba poco protagonismo dentro de las estrategias geopolíticas mundiales. Eso no significaba que no prestara atención a los países del llamado primer mundo, en absoluto. No dudaba en mostrarles su cercanía enviándoles constantes mensajes y recibiendo en Roma a decenas de miles de personas, a sus pastores, a instituciones y a políticos cada vez que le solicitaban una audiencia.
Será la historia quien tenga la última palabra sobre los logros conseguidos en sus viajes internacionales, pero conviene no perder de vista algunos hitos que, sin hacer mucho ruido, sirvieron para borrar antiguos rencores: su intervención en la reconciliación entre Cuba y Estados Unidos; su mediación en el proceso de paz en Colombia; el empuje en las Cumbres del Clima para reducir las emisiones de gases; la reapertura del diálogo entre palestinos e israelíes para un acuerdo de paz en Tierra Santa; su reunión con la Junta Militar de Myanmar para intentar echar una mano a los rohinyás; su arriesgado viaje a la República Centroafricana en 2015, a pesar de que el país carecía de un Gobierno que controlase el territorio; el valiente viaje a Irak en marzo de 2021, todavía en pandemia, para abrazar a los cristianos víctimas del ISIS, sin olvidar aquel primer gesto al inicio del terrible drama de las muertes en el Mediterráneo, cuando se trajo en el mismo avión de regreso a Roma a varias familias de refugiados de Lesbos, de quienes se ocupó hasta el ultimo momento de su vida. Para aquellos que le acompañaban resultaba increíble que una persona de edad avanzada, cuando llegaba a su residencia tras jornadas extenuantes, en lugar de descansar, recibía a más personas, como queriendo exprimir cada minuto en el país que visitaba, procurando que nadie se quedase sin recibir la cercanía del Papa.
En sus viajes tan solo pedía una condición a los organizadores: no quería que el papamóvil tuviera los cristales cerrados. Comprendía las exigencias de seguridad, pero repetía que un obispo es un pastor, y como padre no puede permitir que existan demasiadas barreras entre él y la gente. Por eso, desde el inicio únicamente aceptaba viajar si le era posible el contacto con las personas. A muchos les sorprendía verle desplazarse en un vehículo utilitario, casi siempre un Fiat 500 de color blanco. Tampoco quería entorpecer el trabajo de las fuerzas de seguridad, pero la realidad es que se notaba su tensión cuando Francisco detenía improvisadamente el vehículo en medio de masas de gente, porque se había fijado en una anciana mayor o en un grupo de jóvenes a los que quería saludar. Necesitaba y buscaba el contacto directo. La realidad es que no hubo ningún incidente relevante en todos sus viajes, aunque en la autobiografía Esperanza, publicada en 2024, Francisco reveló que durante su viaje a Irak en marzo de 2021 consiguió librarse de dos intentos de atentado. No era temerario, pero cuando se reunía con los responsables de su seguridad, Francisco siempre preguntaba por los riesgos de quienes participaban en las celebraciones ante el peligro de que algún loco pudiera aprovechar las concentraciones para hacer daño a los fieles.
Tan solo en 2019, un año récord para los viajes apostólicos internacionales, Francisco realizó siete viajes en los que visitó once países en cuatro continentes, manteniendo el mismo ritmo que san Juan Pablo II, elegido Papa con solo 58 años. En cinco años superó el número de viajes que Benedicto XVI realizó en siete. Y todo esto a pesar de que viajar no entraba en sus planes.
También fueron muchos los viajes que quedaron pendientes y que le hubiera gustado realizar. Nunca llegó a regresar a Argentina, su patria natal. Siempre soñó con pisar China e intentó reiteradamente viajar a Moscú y a Kiev en el mismo viaje. Y entre sus últimos destinos, deseados y previstos, estaba Canarias. En el fondo, Francisco siempre tuvo claro que a donde él no llegara lo hará el próximo Papa.
La pregunta de Glyzelle
El Papa Francisco concluyó su viaje a Filipinas con una Misa en el Rizal Park de Manila. A pesar del frío, el viento y la lluvia incesante que empapaba ropas, mochilas y equipajes, en aquel parque se congregaron entre seis y siete millones de personas. Se convirtió en el encuentro más numeroso de la historia de los viajes de los Papas.
—Espero lío. Quiero lío en las diócesis, quiero que se salga fuera. Quiero que la Iglesia, las parroquias, los colegios, salgan a la calle. Las Iglesias son para salir, si no salen se convierten en una ONG. Y la Iglesia no es una ONG.
Y de repente apareció Glyzelle ante un auditorio de 30.000 estudiantes. Era una niña de la calle. Poniéndose casi de puntillas para acercarse al micrófono, soltó la pregunta más difícil que se puede realizar a un Papa:
—Hay muchos niños abandonados por sus propios padres, muchos víctimas de muchas cosas terribles, como las drogas o la prostitución. ¿Por qué Dios permite estas cosas, aunque no es culpa de los niños?, y ¿por qué tan poca gente nos ayuda?
Francisco se puso en pie y besó la frente de Glyzelle, todavía entre lágrimas. Ella se le abrazó sin temor.

—Ella ha hecho hoy la única pregunta que no tiene respuesta; no le alcanzaron las palabras y tuvo que decirla con lágrimas. Cuando nos hagan la pregunta de por qué sufren los niños […], que nuestra respuesta sea o el silencio o las palabras que nacen de las lágrimas.
El Pastor de la Iglesia católica le había respondido algo tan sencillo como terapéutico: no tener miedo al llanto.
—Al mundo de hoy le falta llorar. Lloran los marginados, lloran los que son dejados de lado, lloran los despreciados, pero aquellos que llevamos una vida más o menos sin necesidades, no sabemos llorar […]. Ciertas realidades de la vida se ven solo con ojos limpiados por las lágrimas.

Suecia: un viaje que hizo historia
Francisco visitó Suecia a finales de octubre de 2016 con motivo de la celebración del 500 aniversario de la Reforma protestante. Por primera vez se conmemoró un centenario de la Reforma sin polémicas. La Federación Luterana Mundial había organizado los actos junto con la Iglesia católica. Algo había cambiado para que después de medio milenio repleto de odio, en la conmemoración conjunta de Lund se recibiese al Papa de Roma con aplausos.
Durante aquel encuentro, el clima de entendimiento mutuo se hizo evidente. La plegaria ecuménica conjunta en la catedral de Lund cerró antiguas heridas. Quedó demostrado que luteranos y católicos pueden celebrar juntos la fe común en Jesucristo.

En su discurso, el Papa reconoció que «católicos y luteranos tenemos una nueva oportunidad para acoger un camino común y superar controversias y
malentendidos que, a menudo, han impedido que nos comprendiéramos unos a otros». «La separación ha sido una fuente inmensa de sufrimientos e incomprensiones, pero también nos ha llevado a caer sinceramente en la cuenta de que sin Él no podemos hacer nada, dándonos la posibilidad de entender mejor algunos aspectos de nuestra fe».
Era un viaje necesario. Había que intentar purificar la memoria de aquellos acontecimientos, por los que unos y otros tenían que pedir perdón.
Pero no fue este el único viaje ecuménico de Francisco. Años después, el Papa peregrinó a Ginebra para reunirse con el Consejo Mundial de Iglesias. Se celebraba el 70 aniversario de esta organización, la principal que engloba a los fieles de las Iglesias cristianas pues reúne a un total de 200, incluyendo a casi todas las ortodoxas, la anglicana y la luterana. En total, cerca de 600 millones de personas.
«El Señor nos pide unidad; el mundo, desgarrado por tantas divisiones que perjudican principalmente a los más débiles, invoca unidad», dijo Francisco ante los directivos del Consejo Mundial de Iglesias. También les hizo notar que «el ecumenismo es “una gran empresa con pérdidas”. Pero es la pérdida evangélica trazada por Jesús: “El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierde su vida por mi causa la salvará”». La oración, añadió el Papa, «es el oxígeno del ecumenismo».
Defensor de los rohinyás
Francisco se propuso luchar contra la indiferencia con la que el mundo trataba a los rohinyás y, en cierta forma, lo consiguió, convirtiéndose en el único líder mundial empeñado en defender a una minoría de religión musulmana. Después de varios llamamientos sin respuesta desde la ventana del Vaticano en sus ángelus de los domingos, decidió que había que pasar de las palabras a los gestos.
Sabía que acudiendo al foco del problema afrontaba uno de sus viajes más complicados, pero no podía tolerar el silencio de la comunidad internacional ante una crisis humanitaria que clamaba al cielo. Buscaba precisamente eso, que el mundo fuera consciente del terrible abuso que se estaba cometiendo contra ellos, y además lo iba a hacer al estilo Francisco. De frente, reuniéndose con los implicados en la limpieza étnica. Y un 26 de noviembre de 2017 tomó un avión rumbo a Myanmar.

Recién aterrizado en Rangún, el Papa aceptó recibir al comandante en jefe de las fuerzas armadas de Myanmar, el general Min Aung Hlaing. Era una extraña reunión: Francisco y un jefe militar. Pero este general ejercía el control sobre el país y, por lo tanto, era el responsable de la masacre contra los rohingyá. De lo que ocurrió en aquella conversación, nos enteramos más tarde por el propio Papa Francisco: «El mensaje que yo quería dar lo he dado y sé que ha llegado».
Pero el Papa no quería dejar ningún cabo suelto y se trasladó hasta la capital, Nay Pyi Taw, para hablar con el presidente de la República y con la consejera de Estado y ministra de Exteriores Aung San Suu Kyi. Basta con echar un vistazo a las entrevistas que mantuvo en Birmania para comprobar que llamó a todas las puertas posibles. Forma parte de la estrategia vaticana y de la diplomacia personal de Francisco: no recriminar en público, pero hablar con claridad en privado.
La segunda etapa de aquel viaje era Bangladés, el país que acogía a los rohingyás que escapaban. Necesitaba encontrarse por fin con estos refugiados y denunciar ya abiertamente ante la comunidad internacional lo que había recriminado en privado a los responsables del genocidio.
—Ninguno de nosotros puede ignorar la gravedad de la situación, ni el hecho de que la mayoría de las víctimas de la violencia, expulsión y éxodo masivo de unas 600.000 personas en los últimos meses son mujeres y niños hacinados en los campos de refugiados.

Por fin llegó el momento más esperado por el Papa y por todos los periodistas. Antes de comenzar el viaje, los católicos de Myanmar le habían aconsejado que no pronunciara la palabra rohinyá —que tiene un matiz político—, para no levantar suspicacias y generar aún más problemas a esta minoría étnica. Pero nadie podía controlar a Francisco. Al término de un encuentro con líderes musulmanes y laicos de Bangladés, Francisco pudo saludar a 16 refugiados, miembros de tres familias huidas de Myanmar, de las que sobrevivían en el campo de refugiados de Cox’s Bazar.
Era casi imposible contener las lágrimas a medida que un intérprete traducía al Pontífice las atrocidades que habían sufrido en sus aldeas antes de conseguir escapar. Se iban presentando uno a uno, con timidez. El Papa no soltaba sus manos. En sus caras parecía sentirse el dolor y hasta se les veía asustados. Después de escucharlos a todos, uno a uno, Francisco —según confesó en el viaje de regreso— pensó que no podía permitir que se fueran de ahí sin decirles nada, por lo que pidió el micrófono y se dejó llevar por lo que le decía su corazón:
—En nombre de quienes os han perseguido, os pido perdón.
El líder espiritual más importante del mundo acababa de pedirles perdón por crueldades que él no había cometido. Insólito. Nadie lo había hecho hasta el momento. Todavía no nos habíamos repuesto del impacto de estas palabras cuando añadió:

—No cerremos nuestro corazón. No miremos hacia otro lado. La presencia de Dios hoy se llama rohingyá.
Resultaba curioso que algunos grandes medios internacionales hubieran puesto como criterio del triunfo de este agotador periplo de Francisco si pronunciaba las ocho letras de la palabra rohinyá durante su estancia en Myanmar y Bangladés. Daba igual la cantidad de veces que lo había hecho rotundamente desde Roma en los últimos años.
No fue la presión de la prensa la que consiguió que el Papa diera el paso. En el vuelo de regreso, Francisco abrió su corazón a los periodistas al relatarnos su encuentro con estas personas.
—Comencé a sentir algo dentro. Yo lloraba. Trataba de que no se viera. Ellos también lloraban.
Francisco había recorrido 17.000 kilómetros para intentar rescatar a miles de personas de la violencia. Los rohinyá necesitaban que Francisco sacudiera nuestra indiferencia.
En una cárcel de mujeres chilena
En sus viajes internacionales, Francisco ha visitado algunas de las cárceles más peligrosas del mundo. Estuvo en la de Palmasola, en Bolivia, una especie de ciudad-prisión donde conviven 4.000 detenidos por delitos graves. Un lugar donde son frecuentes tanto los motines que terminan de forma sangrienta como las reyertas entre bandas de presos que se disputan el poder en el penal.
Cada vez que el Papa entraba en una cárcel, es como si no tuviera que hacer otra cosa más importante en el mundo. Lo que realmente le importaba era apretar la mano que le tendía uno, bendecir los objetos religiosos que le mostraba otro y conocer a los familiares que le enseñan en una fotografía.
Durante su viaje a Milán, dedicó nada menos que tres horas de su intensa agenda a visitar la gigantesca cárcel de San Vittore. Estuvo charlando con los presos comunes, pero también visitó una galería de protección especial que custodia a policías, transexuales y pedófilos para protegerles de agresiones por otros internos. El motivo de ir a verlos —les confesó Francisco—, era seguir el consejo de Jesús cuando dijo: «Estaba en la cárcel y vinisteis a visitarme. Vosotros sois para mí Jesús, sois mis hermanos. El Señor os ama tanto como a mí. Somos hermanos pecadores».
Otro día, en la prisión de Nápoles, se quedó incluso a comer con 120 reclusos. El menú era sencillo, pero preparado con esmero por los propios internos: pasta al horno y filete con brócoli. De postre, el típico dulce napolitano, sfogliatella, y, como excepción, medio vaso de vino para cada uno en honor del Santo Padre. En aquella comida compartida se mezclaban incredulidad, admiración y agradecimiento por parte de los detenidos, quienes no terminaban de creerse que estaban compartiendo el rancho diario con el Papa. Antes de almorzar, Francisco había querido dejarles algo muy claro:
—Aunque nos hayamos equivocado, el Señor no se cansa de indicarnos el camino de regreso y del encuentro con Él. Nada podrá jamás separarnos del amor de Dios. Ni siquiera las barras de una cárcel.
En el viaje internacional que Francisco realizó a Chile el Papa visitó por primera vez una cárcel de mujeres. Durante el vuelo de regreso, el propio Francisco confirmó que difícilmente olvidaría a las mujeres con las que conversó en aquella cárcel chilena.
A la entrada del penal esperaban a Francisco una docena de reclusas con niños pequeños. Una de ellas estaba embarazada y Francisco la bendijo con especial cariño. Apenas fueron 45 minutos. Los suficientes para que el Papa consiguiera cambiar la forma de ver pasar la vida de más de 600 reclusas, en su mayoría jóvenes. La cárcel entera estaba decorada con flores de papel y tiras de colores con frases de Francisco sobre los presos. En una de ellas se leía, por ejemplo: «Reclusión no es lo mismo que exclusión».
Una de las presas, Janeth Zurita, fue la elegida por las propias presas para saludar al Papa en nombre de todas. Cumplía condena de 15 años de prisión por tráfico de drogas.

—Papa amigo, nuestros hijos son los que más sufren por nuestros errores. Con nuestra privación de libertad sus sueños se les truncan y este es un profundo dolor para nosotras. Le pido que le diga a Dios que tenga misericordia de nuestros niños, ya que ellos también cumplen condena siendo inocentes. Que Diosito tenga misericordia también de nosotras y que nos dé de su amor y gracia para soportar tanto dolor y para que nunca se nos apague la fe.
—Nos hemos equivocado, hemos hecho daño y hoy, públicamente y ante usted, Papa Francisco, pedimos perdón a todos los que hemos perjudicado con nuestro delito. Sabemos que Dios nos perdona, pero pedimos que la sociedad también nos perdone.
Después de fundirse en un abrazo marca Francisco, el Papa recordó a Janeth y al resto del mundo que ser privado de libertad no es lo mismo que estar privado de dignidad.
—¡Cuánto tenemos que aprender de esa actitud tuya llena de coraje y humildad! Todos tenemos que pedir perdón, yo el primero. Todos. Y, por cierto. Ser privado de la libertad no es lo mismo que estar privado de la dignidad. Queridas hermanas, no. Todo no da lo mismo. Cada esfuerzo que se haga por luchar por un mañana mejor —aunque muchas veces pareciera que cae en saco roto— siempre dará fruto y se verá recompensado. La dignidad se contagia más que la gripe. La dignidad genera dignidad.
El gimnasio parecía venirse abajo con los aplausos. Los funcionarios de prisiones se miraban sorprendidos… y sonriendo. En su vida habían visto una fiesta tan alegre en ese lugar.
El Papa salió de la cárcel con una caja de madera bajo el brazo, un regalo de las reclusas que contenía un libro con cartas de internas de todo el país.

Las ruedas de prensa del avión
Aunque los Papas no tienen la obligación, la costumbre de ofrecer ruedas de prensa a los periodistas que le acompañan en sus viajes a bordo del avión ha quedado institucionalizada y surgió de una forma improvisada, con Juan Pablo II, fruto de la pregunta indiscreta de un periodista americano. Quería saber si visitaría Estados Unidos. Juan Pablo II le contestó que, por supuesto visitaría el país, pero antes había que concretar las mejores fechas. Aquella primera pregunta abrió la veda, y el entonces portavoz, Joaquín Navarro Valls, decidió organizar las ruedas de prensa. En la época de Benedicto XVI, los periodistas enviaban sus preguntas al portavoz, el padre Federico Lombardi, que las unificaba y distribuía para que el Papa tocase todos los temas. Poco a poco se fue cambiando el formato hasta llegar al sistema que se siguió con Francisco.
Compartir un vuelo junto a Francisco permitía a los periodistas seguir de cerca sus reacciones, escuchar sus palabras y analizar sus gestos a tan solo unos centímetros de distancia. Fuera de todo protocolo, a 30.000 pies de altura, el Papa era 100 % Francisco. El avión se convertía en una atalaya perfecta para contemplar su atención con todas las personas que viajaban en el avión con él. Periodistas y tripulación se sentían escuchados, atendidos y queridos. Aunque fuera tan solo por unos minutos, el Papa era todo para ti. Daban igual las dificultades que el viaje incluía, en ese instante le importaba únicamente lo que tú quisieras contarle.
Cuando emprendió su primer viaje rumbo a la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro, Francisco subió al avión llevando en la mano una vieja cartera negra. Todos estaban intrigados. En el vuelo de regreso un periodista le preguntó por su contenido.
—¡Desde luego no llevo las claves de las bombas atómicas! ¿Qué hay dentro? Pues la máquina de afeitar, el breviario, la agenda, un libro para leer… Me sorprende que la foto haya dado la vuelta al mundo. Tenemos que ser normales. Tenemos que acostumbrarnos a la normalidad.

Así fue el Papa Francisco: normal. Un calificativo que honra a las personas grandes. Jamás se sintió líder de masas, aunque lo fuera.
En cada vuelo internacional no solo saludaba uno a uno a los periodistas. Los primeros eran los pilotos, mecánicos, azafatas y auxiliares de vuelo. Era muy fácil comprobar que ya habían estado con él, porque regresaban a la parte trasera del avión con una sonrisa en los labios e incluso el rímel corrido por la emoción del encuentro. Durante el vuelo hacia La Habana y México, una azafata le hizo esta pregunta:
—¿Y no le gustaría ser una persona corriente?
«Yo soy una persona corriente», le respondió sonriendo el Papa. Era precisamente esta normalidad la que desconcertaba a quienes se encontraban por primera vez con él. La normalidad también se manifestaba en el tipo de servicio y atención al Pontífice durante el vuelo, el mismo que se ofrecía al resto del pasaje.
El avión era un lugar de trabajo también para Francisco. Además de rezar el breviario y el rosario, y de estudiar asuntos con sus colaboradores, revisaba los discursos del viaje. Sobre el texto escrito añadía algún comentario de última hora, aunque en muchas ocasiones prefería dejar el texto a un lado e improvisar, porque consideraba que quienes le escuchaban en ese momento necesitaban otro tipo de palabras. Eso sí, nada en Francisco quedaba al azar. La mayor parte de las veces su improvisación era totalmente deliberada.
Cada vez que se acercaba a la parte trasera del avión para saludar a los periodistas, el esfuerzo era considerable, porque se detenía a escuchar y a estrechar la mano de unas de 60 o 70 personas, dedicándoles siempre el tiempo que desearan, por más que se les advirtiera cada vez que sería un recorrido breve y rápido, en un intento de que al Papa se le cansara lo menos posible.

Incluso al cabo de muchos vuelos, no resulta fácil explicar la sensación que se tenía al estrechar la mano del Papa, recibir su sonrisa e intercambiar unas breves palabras con la misma confianza que emplearías con tu padre o con alguien muy cercano. Era el momento de enseñarle la fotografía de la familia, de entregarle el dibujo que le habían hecho los niños, de mostrarle algún libro escrito sobre él o de quedarse muy sorprendido cuando el propio Francisco preguntaba por aquel familiar que estaba mal de salud y por el que el periodista le pidió oraciones en otro viaje. La memoria del Pontífice era prodigiosa.
Si se enteraba de que alguno de los presentes cumplía años, disfrutaba felicitándole y normalmente le regalaba un rosario. En el regreso del viaje a Manila quiso dar una sorpresa a Valentina Alazraki, la corresponsal de Televisa de México, decana de los vaticanistas. Aquel día Valentina celebraba una cifra redonda. Al final de la habitual rueda de prensa a bordo, apareció una enorme tarta de cumpleaños con los colores del Vaticano y con una única vela que representaba el número cero: «Para mantener el secreto de la edad», añadió con complicidad el Santo Padre.
Lo normal es que sean los periodistas quienes le hacían pequeños regalos. Probablemente uno de los más inesperados que recibió en sus viajes tuvo lugar durante el trayecto hasta La Habana y Ciudad de México. El periodista mexicano Noel Díaz esperaba su turno para saludarle con un objeto muy particular entre las manos: una caja de limpiador profesional de zapatos.
—Santo Padre, mi mamá era soltera y se dedicaba a la venta ambulante para sacarme adelante. De pequeño, un día la escuché contar a una vecina que estaba muy triste porque no podía comprarme un traje para hacer la Comunión. Entonces se me ocurrió salir a la calle y ganarme unos pesos como limpiabotas.
El Papa le miraba tan conmovido que apenas le dio tiempo de reaccionar cuando de repente Noel Díaz se puso de rodillas en pleno pasillo del avión con el cepillo en la mano, mientras le pedía permiso para lustrar sus zapatos negros.

—¡Santo Padre, me gustaría ser su limpiabotas!
Dicho y hecho, colocó el pie del Papa sobre su cajón y comenzó a cepillar sus zapatos, mientras añadía que con ese regalo quería rendir homenaje a todas las personas que con dignidad y esfuerzo trabajan a diario en las calles de todo el mundo para mantener a sus familias.
En otro de los viajes fue el propio Papa quien entregó a los periodistas un regalo simbólico. Quería hacernos pensar sobre el riesgo de una guerra nuclear en Corea del Norte. Se trataba de una foto realizada el día después de que estallara la bomba atómica de Nagasaki. Él mismo quiso explicar el motivo de este gesto.
—La fotografía es de 1945. Es de un niño que lleva a su hermanito muerto a la espalda. Espera el turno en el crematorio. Me conmoví cuando la vi. Y me he atrevido a escribir detrás: «El fruto de la guerra». Quise que se imprimiera para distribuirla, porque una imagen así conmueve más que mil palabras. Por eso lo he querido compartir con ustedes.
Lo que más llamaba la atención en estos encuentros del avión es que te situabas ante un Pontífice a quien le importaban de verdad las personas. Cada uno tiene su personal historia con Francisco: instantes únicos, intensos e inolvidables junto a él. Resulta muy significativo que, para tantas personas, un simple encuentro con el Santo Padre pudiera dejar tanta huella.
Así era Francisco, una persona profundamente humana, capaz de detectar lo que en un momento preciso podía aliviar o llenar de paz a las personas.

La autora de estas páginas, Eva Fernández, solía sorprender al Papa en sus viajes con regalos especiales.
En su visita a Mongolia en 2023, la corresponsal de COPE en el Vaticano y colaboradora de Alfa y Omega le entregó una cantimplora ametrallada de un soldado ucraniano que sobrevivió en la guerra en su país y, agradecido a la Virgen por haberle salvado la vida, la donó a la iglesia castrense de Leópolis.