El padre Moncho, el casero de 17 migrantes
La parroquia Santa Rosalía, en el madrileño barrio de Hortaleza, se ha convertido en el hogar de jóvenes en situación de asilo y refugio a los que la pandemia dejó en la calle
El padre Moncho, como todos conocen a José Ramón Montero en su parroquia, confía ciegamente en la Providencia. Se lo enseñó su madre cuando era pequeño «y nunca me ha fallado». Tanto que, con su impulso, ha convertido Santa Rosalía en un hogar para 17 personas en situación de asilo y refugio. «Es un pecado social tener infrautilizadas las inmensas estructuras que tenemos. Con el visto bueno del cardenal, y sin tener ni idea, nos lanzamos “y Dios dirá”. Y fue diciendo…».
Todo surgió en el Estado de alarma. El sacerdote ya tenía acogidos a diez migrantes en las viviendas parroquiales, pero ante la avalancha de nuevos parados en situación de calle decidió acondicionar los bajos de la parroquia. «Quería un espacio donde sintieran el amparo de un hogar en el inmenso sufrimiento de su inmensa soledad». Desde junio viven allí siete jóvenes, aunque el padre se lamenta: «Ojalá pudiera tener sitio para todos los que lo necesitan».
El espacio ha ido cogiendo forma de hogar gracias a la generosidad de los feligreses y las oportunidades cazadas al vuelo. Mesillas, escritorios y camas donados por las monjas de la Sagrada Eucaristía, junto a colchones que no se llegaron a utilizar en el hospital de IFEMA, dan forma a las habitaciones habilitadas en una zona panelada; un amigo fontanero les ha hecho una ducha; compraron por internet en una superoferta una lavadora de diez kilos; tienen placas eléctricas en una cocina impoluta instaladas de forma provisional «hasta que alguien nos done una vitrocerámica», y han montado una sala de lectura con colecciones de Historia del Arte e Historia de España que el párroco tenía en casa.
Vida de familia
En el hogar han establecido normas de convivencia y turnos de tareas que, a juzgar por lo ordenado y limpio que tienen todo, se cumplen. Algunos han recuperado sus trabajos de antes, como Leandro, venezolano de 22 años al que hace dos semanas repescaron en su restaurante. O como Marlon, hondureño, también de 22 años, que vive junto a su mujer y su hija de ocho meses en uno de los pisos parroquiales y que ha vuelto al burger en el que entró en diciembre.
Otros aún no lo han conseguido, y por eso el padre Moncho gestiona con ellos la tolerancia a la frustración y les recuerda eso de «la paciencia todo lo alcanza» de santa Teresa. Christian, de 28 años y nacido en Venezuela, se quedó sin su puesto en una inmobiliaria que cerró definitivamente y ahora, con las horas sueltas que hace como conserje o repartidor, envía dinero a su familia, «imagínate, entre la situación del país y la pandemia…». Y aunque «gracias a Dios, techo y comida no nos faltan», lo que quieren es independizarse, «dar cabida a otras personas aquí» y empezar la vida que vinieron buscando a España. Bueno, menos John Jairo, colombiano de 22 años que se resistió a ir a Santa Rosalía, pero ahora «yo de aquí ya no me muevo».
Como las cosas no están fáciles, el padre Moncho tiene en mente dos proyectos: «Conseguir una flota de motos para trabajos de reparto y obtener un microcrédito de Cáritas central para montar una peluquería». Allí podría trabajar Walter, peluquero, que es el que arregla las barbas y corta el pelo a todos en la casa.
Sin coronavirus
Con las máximas precauciones tanto en el templo como en la casa, ninguno de los jóvenes ha enfermado de coronavirus. El párroco es tajante: «No podemos identificar pandemia-contagio-migrante porque el virus no está teledirigido para atacar a inmigrantes. El problema es socioeconómico, de aquellos que tienen que usar el transporte público para trabajar, que viven hacinados…». Los más vulnerables son los más expuestos.
Hace unos días, el vicario episcopal para el Desarrollo Humano Integral y la Innovación de la diócesis de Madrid, José Luis Segovia, y el responsable de la Mesa por la Hospitalidad, Rufino García, fueron a comer con ellos. Allí comprobaron que la experiencia es beneficiosa para los chicos y también para la comunidad. «Están implicados en la vida de la parroquia», explica García; ya no son acogidos y acogedores, ahora «es un nosotros». Dos ejemplos: Juan David, venezolano de 21 años que vive en uno de los pisos parroquiales, ha sido contratado para el mantenimiento; y el propio Marlon, que comenzó a ayudar en el reparto de alimentos de Cáritas, remató su entrada en la Iglesia siendo bautizado por el párroco la noche de la Vigilia Pascual.
La Mesa por la Hospitalidad continuó durante el mes de agosto facilitando una acogida de emergencia a siete migrantes en situación de calle en la parroquia Santa Irene. Como los espacios rotan mensualmente, ahora son las parroquias Nuestra Señora de la Paz y San Alfonso María de Ligorio las que atienden a seis personas. «Hay que adaptarse a la nueva realidad, manteniendo las medidas sanitarias necesarias y los aforos», señala Rufino García, el responsable, que hace un llamamiento a la implicación de las administraciones públicas porque la tarea de la mesa «es subsidiaria de la suya».