El ministerio del sucesor de Pedro - Alfa y Omega

El ministerio del sucesor de Pedro

Alfonso Carrasco Rouco
‘Pedro cura a un enfermo’. Masaccio. Capilla Brancacci, Florencia

Los días que vivimos nos hacen volver la vista, en primer lugar, al acontecimiento histórico del que la presencia del Papa es signo inevitable, a la historia a la que también nosotros pertenecemos: a la presencia y al obrar en el mundo de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, a su reunir y congregar a los hombres, comenzando por sus primeros discípulos, por la llamada de los doce apóstoles y especialmente de Pedro.

Los testimonios que nos transmite el Nuevo Testamento nos muestran cómo se guardó siempre –desde el principio mismo, e incluso tras la muerte de Pedro– la memoria de esta relación, de la misión singular dada por Jesús a Pedro en medio de los discípulos y de los apóstoles, como una riqueza dejada por Cristo a los suyos, para ayudarles a permanecer fieles en el tiempo a la verdad de la relación iniciada y fundamentada por Él mismo.

Así, le dice Jesús a Pedro: «Yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos». Y, según la enseñanza de Mateo, tras la confesión de fe de Pedro, Jesús le promete las llaves de su Iglesia, con la autoridad de introducir o excluir de ella; pues de la verdad de la fe en Jesucristo pende el estar y vivir en la comunión con Él, en su Iglesia. De esta misma dinámica da testimonio el evangelio de Juan, cuando Cristo, habiendo restablecido misericordiosamente la relación con Pedro, que lo había negado tres veces durante la Pasión, le encomienda el cuidado, el pastoreo de sus ovejas: «Simón de Juan, ¿me amas?… Apacienta mis ovejas».

La misión de Pedro

En todos los textos, la misión de Pedro tiene su fundamento en la gracia y la misericordia de Jesucristo y del Padre, que, venciendo los límites y pecados humanos, hacen posible la permanencia de Pedro en la verdadera fe, en el verdadero amor a Cristo.

Éste será el fundamento del ministerio del sucesor de Pedro, del Papa, a lo largo de los siglos, en toda la variedad de sus formas y concreciones históricas: es el testigo auténtico de la fe en medio del mundo, que, por gracia de Dios y a pesar del pecado humano, es salvaguardado por el Señor en la verdadera relación con Él, en la fe y el amor. En otras palabras, es el principio visible de la unidad de todos los fieles en la fe y en la comunión con Cristo.

Así, en su ministerio se hace transparente el cuidado y la atención permanente del Señor por los suyos: su presencia es signo visible de Jesucristo, que pastorea así, humana y visiblemente, a su Iglesia, para que permanezca verdaderamente unida a Él.

La conciencia eclesial del ministerio papal ha alcanzado su punto culminante en las enseñanzas dogmáticas del Concilio Vaticano I y en la Constitución sobre la Iglesia Lumen gentium, del Concilio Vaticano II.

A su luz, la teología contemporánea ha hecho un gran esfuerzo por comprender su ministerio y responder también a las inquietudes y problemas planteados por fieles de Iglesias o comunidades separadas. Aquí puede ser útil intentar recoger sintéticamente algunos frutos de este camino de reflexión, como una forma de profundizar algo más en los contenidos de la fe católica sobre el primado papal, teniendo presente aquellos aspectos que pueden estar más vivos en la conciencia actual de los cristianos.

La Constitución Lumen gentium resume sintéticamente el significado del ministerio papal, diciendo, en continuidad con el Vaticano I, que Jesucristo «instituyó en él para siempre el principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de la fe y de la comunión». Así pues, el Sucesor de Pedro y Vicario de Cristo, como todos los obispos, sucesores de los apóstoles, está al servicio del Evangelio de Jesucristo, para que se conserve «siempre vivo e íntegro en la Iglesia».

El Papa está llamado a cumplir esta misión según la modalidad propia del ministerio en la Iglesia de los sucesores de los apóstoles: es principio de unidad, pero de modo visible y secundario; ya que, evidentemente, no es él quien instituye por sí mismo la fe, los sacramentos o la unidad de la Iglesia, que son obra del único Señor y del único Espíritu. Por tanto, la comunión con el sucesor de Pedro es realmente criterio de la permanencia en la comunión jerárquica, en la Iglesia de Cristo, pero no porque sea él quien la constituye, sino porque es, de hecho, signo visible y objetivo de su presencia en la Historia.

Este hecho fundamental, que posibilita su particular ministerio en la Iglesia, no es ni podría ser fruto del poder del hombre llamado a tal misión; no es originado por su conciencia personal, por la perfección de su fe o por un ejercicio modélico, moralmente irreprensible, de sus responsabilidades como ministro. Pues ningún hombre -tampoco los apóstoles- ha sido llamado por Cristo para que se sitúe por encima de la Palabra de Dios y de la Iglesia, y determine en qué debe consistir la verdadera fe, sino para que acoja el Evangelio, participe gratuitamente en la comunión abierta por Cristo y dé testimonio suyo con la gracia del Espíritu. Esta anterioridad radical de Cristo se verifica igualmente en el caso del sucesor de Pedro: sólo el Espíritu, sin el cual nadie puede decir Jesús es el Señor, puede garantizar el mantenimiento de su testimonio en la verdad.

Por ello, puede concluirse legítimamente que sólo un don particular del Espíritu Santo puede hacer posible tal significado objetivo del ministerio petrino en su relación con la Iglesia universal. Este don no ha de ser indentificado con el fruto de ningún nuevo tipo o grado de sacramento; puede serlo, en cambio, con aquella peculiar asistencia del Espíritu -el carisma de la infalibilidad-, gracias a la cual el sucesor de Pedro, en el ejercicio de su ministerio, no se separará de la Iglesia universal. En efecto, gracias a este don, que asegura la permanencia del Papa en la verdad de la Tradición, el ministerio petrino puede ser para todo fiel signo visible de la presencia en la Historia de la Communio plena.

Por otra parte, esta particular asistencia del Espíritu califica la posición del obispo de Roma en la Iglesia de modo tal que la unidad con él es condición de la permanencia en la Communio; se hace posible así la comprensión de su peculiar autoridad o jurisdicción: para no separarse de la Communio plena, todos los fieles, entre los que se incluyen por supuesto los ministros ordenados, están llamados a vivir sus dones propios, su vocación y su misión, permaneciendo en unidad con el sucesor de Pedro.

El ministerio episcopal

En el caso particular del ministerio episcopal, la permanencia en unidad con el Papa significará también, en primer lugar, la garantía de que el ministro permanece en la unidad de la Iglesia, de cuya presencia en la Historia es principio visible el obispo de Roma.

En efecto, el ministerio episcopal, por su naturaleza sacramental, se encuentra al servicio de la presencia en la Historia de algo diferente y más grande de lo que el hombre puede construir solo, es decir, al servicio de la realidad de comunión del Cuerpo de Cristo. Ello no es posible, sin embargo, más que en la medida en que el ministro se encuentre realmente en dependencia de esta realidad cuya presencia afirma en la Historia. El ministerio papal, por ser criterio objetivo de la presencia de esta Iglesia, permite concretamente la existencia de tal relación de dependencia objetiva para con la Iglesia.

El ministerio papal no se substituye, pues, ni entra en competencia con el ministerio episcopal; al contrario, lo refuerza en su verdad, que es la de ser como un signo e instrumento al servicio de la manifestación en la historia de la obra de Cristo. Pues el obispo puede ser la cabeza de su Iglesia precisamente porque es signo de algo más que de sí mismo o de una interpretación humana cualquiera, es decir, porque es signo de la Iglesia universal, y ello es hecho posible justamente a través de la comunión con el Papa. En este sentido, puede comprenderse la discutida afirmación de la constitución Pastor aeternus, del Concilio Vaticano I, según la cual la dependencia del poder episcopal con respecto al primado papal, paradójicamente, no lo debilita, sino que lo refuerza y defiende.

Juan Pablo II entrega el birrete cardenalicio a monseñor González Zumárraga, en febrero del año 2001

Comunión y autoridad

Así entendida, la autoridad propia del sucesor de Pedro no existe nunca en la Iglesia como pura autoridad extrínseca, yuxtapuesta a su naturaleza sacramental, teniendo como único fundamento la relación de poder en la que uno es superior a otro y puede imponerle su voluntad. Aparece siempre, según su naturaleza, como principio visible de la unidad en la fe y en la comunión plena de la Iglesia; éste es el motivo por el que el cristiano puede responder con el «obsequio religioso de su inteligencia y voluntad».

Aunque los conflictos existirán siempre -y la Historia instruye sobre la dureza que pueden alcanzar dentro de la Iglesia-, las rupturas llegarán sólo cuando desaparezca completamente el horizonte de la comunión de la Iglesia como fundamento real de la relación. El reconocimiento de la autoridad del sucesor de Pedro no excluye, pues, posibles divergencias o debates; pero excluye que una interpretación personal de las cosas pueda ser punto de partida suficiente para instituir otro criterio objetivo de permanencia en la unidad de la Iglesia.

Lo normal no es, sin embargo, el conflicto extremo o la ruptura. En la vida cotidiana de la comunión, la autoridad propia del sucesor de Pedro es asumida en la Iglesia por su significado como principio de unidad en la fe y en la comunión, es decir con obsequio religioso, que, por supuesto, admite diversos grados, acordes a los diferentes modos de ejercicio de su autoridad por el ministro.

De este modo, partiendo del don que salvaguarda la objetividad de su permanencia en la unidad de la Iglesia, en el centro del ministerio petrino no se encuentra ninguna forma de poder humano, sino una particular gracia del Espíritu, que posibilita el cumplimiento de la misión del sucesor de Pedro. Pues, por un lado, el peculiar carisma de la infalibilidad no responde simplemente a una mera búsqueda humana de seguridad, típica de la Era Moderna, sino, más hondamente, a la necesidad de que la presencia de la obra divina en la Historia sea salvaguardada en su alteridad con respecto a la subjetividad humana. Y, por otra parte, el primado de jurisdicción no aparece simplemente como una cuestión de soberanía o de constitución monárquica o absolutista de la Iglesia, sino en referencia a la verdad de la presencia en la Historia de la comunión que proviene de Cristo.

Podría decirse, por tanto, que en el fundamento del ministerio petrino vige el principio contrario al absolutista, es decir, que veritas, non auctoritas facit legem: en este caso, la verdad de la permanencia del sucesor de Pedro en la comunión con Jesucristo. A partir de este rasgo fundamental, puede describirse la particular relación del Papa con la Iglesia: Pedro no se separará de la Iglesia, ni ésta de Cristo. Unido al sucesor de Pedro, el cristiano permanece en la unidad de la Iglesia de Cristo.

Se puede responder así, igualmente, a las objeciones que ven en el primado papal una forma de absolutismo, y no sólo recordando que, en general, está ligado a la Revelación, sino también que se encuentra vinculado a las formas queridas por Cristo para su transmisión histórica, de modo que ni la constitución ni la vida de la Iglesia son originadas por su poder o por su voluntad.

Por consiguiente, afirmar la permanencia del sucesor de Pedro en la verdad de la Iglesia no significa, tampoco jurisdiccionalmente, situarlo por encima de ésta, sino en ella. De hecho, es doctrina común que, por su ministerio, el Papa no está por encima de la Palabra de Dios, que se manifiesta en la regla de fe, en la enseñanza de los Concilios ecuménicos, incluso en el status generalis Ecclesiae. Por el contrario, en su ministerio da testimonio auténtico y sirve a la Palabra y los sacramentos, que provienen de Dios y son conservados y transmitidos por la Iglesia.

La Historia misma nos muestra que el significado para la Iglesia del ministerio papal no depende de que disponga de la teología más elaborada o de la política más eficaz, y ni siquiera de que haga un uso frecuente de su magisterio infalible; radica, más bien, en que la presencia del sucesor de Pedro es criterio objetivo y visible de la Comunión plena, de modo que los fieles pueden tener la certeza de que, unidos con él, permanecen en la verdadera fe, en la verdadera unidad que viene del Espíritu de Cristo.