El milagro de fabricar hostias en Gaza
En la Franja todo es una lucha por sobrevivir. Pero, a pesar de las bombas, hay un obrador en el que elaboran pan y formas para la Misa
Con una grave crisis humanitaria en ciernes, hospitales sin anestesia, colas interminables para acceder a letrinas insalubres y agua negra por todas partes, es casi un milagro que en la Franja de Gaza huela a pan. Desde el 2020 este territorio, considerado por cualquiera que haya atravesado la vigilada valla fronteriza como una cárcel a cielo abierto, cuenta con un pequeño obrador en el que también preparan hostias para la Eucaristía. Un bien muy preciado donde falta de todo. «La pandemia exacerbó nuestro aislamiento. Israel, que ya de normal dosifica los permisos, no dejaba entrar ni salir a nadie. Las formas se nos estaban agotando», rememora el sacerdote argentino Gabriel Romanelli, párroco de la comunidad católica de la Sagrada Familia.
Empezaron a fraccionarlas, «pero no era una solución a largo plazo». Por eso pensaron en hacer pan para sustituirlas. «Mientras sea de trigo, la Iglesia permite in extremis usarlo» en Misa, «aunque tenga levadura», explica. Sin embargo, no lo pusieron en práctica porque dieron con otro remedio mejor. Las monjas del Hogar Niño Dios, en Belén, contaban con un horno grande para este fin que les había proporcionado la fundación italiana Casa del Espíritu y de las Artes, dentro del proyecto El Sentido del Pan. Este sacerdote argentino les pidió ayuda para llevar hasta Gaza las máquinas y así poder preparar las hostias en su parroquia. «A simple vista puede parecer tan sencillo como trabajar con harina y agua, pero justamente eso hace que sea muy complicado», incide.
Hoy —tras más de tres meses de guerra y casi 27.000 muertos— el principal problema es conseguir las materias primas. «Hemos agotado las reservas de harina. Casi toda la ayuda humanitaria entra por el sur. Nuestra parroquia está en el norte y aquí nos llegan las migajas», describe. El párroco, que nunca pierde el sentido del humor, tuvo que aventurarse en el mercado negro para poder conseguir trigo molido, que pagó con creces. «Conseguimos comprar varios kilos de harina para poder hacer pan con el que alimentar a los 600 refugiados que tenemos acogidos en nuestra parroquia, pero a un precio desorbitado: 630 shéquels (unos 160 euros), cuando habitualmente un kilo te cuesta 40», explica resignado. Han reservado parte de ese valioso ingrediente para las formas de la Eucaristía que, de momento, logran celebrar dos veces al día. Pero la escasez lo invade todo. Tampoco tienen vino. «Aquí no se comercia con alcohol, por lo que lo usamos de gota en gota. Antes de la guerra, una vez el nuncio y otra vez el patriarca nos lo traían para aguantar el resto del año», relata tras explicar que ha pensado en empezar a producirlo ellos mismos a partir de uvas secas.
El conflicto con Israel lo ha recrudecido todo. La electricidad, que ya no abundaba antes de la guerra en esta gigantesca cárcel donde malviven hacinados 2,2 millones de personas, escasea más que nunca. «La máquina con la que hacemos las formas consagradas necesita mucha energía. No nos vale con la que producimos con los paneles solares», lamenta Romanelli. Tampoco hay combustible ni agua potable. Una carrera por la supervivencia que empeora día a día.