Tras la tenebrosa experiencia colectiva del siglo XX, se va extendiendo entre nosotros una nueva sensibilidad ante el sufrimiento. Según parece, nos lo tomamos más en serio y lo toleramos menos. Se desconfía al máximo de quienes, desde la filosofía y la religión, buscan un sentido al hecho de sufrir. ¿No colaboran acaso con el sufrimiento al justificar su existencia? Algo inadmisible, pues —tendemos a creer— «el sufrimiento es el peor de los males». Esta fórmula concentra la indignación moral de toda una civilización. Pero, pensada a fondo, tan radical postura encierra no pocas dificultades.
Si bien hay muchas clases de sufrimiento —desde el padecimiento del dolor corporal hasta la desesperación espiritual—, se trata siempre de una experiencia negativa y, en esa medida, de un mal. Si fuera, además, el mayor de los males, un mundo sin sufrimiento sería el mejor posible. Probemos a imaginarlo: seguiría habiendo enfermedades, accidentes, catástrofes naturales, crímenes… pero todo ello sería vivido, si no con alegría, sí, al menos, con indiferencia. ¿No sería ese mundo, en verdad, peor que el actual? Anulando lo negativo del sufrimiento, introducimos una negatividad mucho peor: la del mal moral. Pues la indiferencia ante lo malo es mala en términos morales. Si doy una mala noticia a mi amigo y, en lugar de apenarse conmigo, se alegra, ¿no juzgamos esa alegría mucho peor que su alternativa, la pena?
En efecto, no nos alegramos o sufrimos sin más, sino por algo. Si ese algo es malo, lo correcto no es complacerse en ello, sino padecerlo, sufrirlo, apenarse —también hay, claro, sufrimientos incorrectos, como el del malvado que ve impedidos sus perversos planes o el del envidioso ante el bien ajeno—. Si a la vista del mal encontramos preferible apenarnos a alegrarnos o mostrarnos indiferentes, entonces el peor de los males no es el sufrimiento, sino el defecto moral entrañado en la incorrección de aquella alegría o de aquella indiferencia ante el mal. La evitación del mal moral importa más que la evitación del sufrimiento.
Pero —dirán algunos— esto no resuelve nada: aunque el sufrimiento tenga sentido como respuesta correcta ante males de toda clase, sigue tratándose de una experiencia negativa que convendría que no existiera. Si eliminarla sin eliminar los males a que responde nos convierte en seres insensibles, suprimamos en lo posible aquellos males —violencia, enfermedades, catástrofes— que motivan el sufrimiento y, con ellos, el sufrimiento en su misma raíz. Pongámonos —se dice— manos a la obra: menos justificaciones teóricas del sentido del sufrimiento, ¡más acción concreta orientada a erradicar las causas del sufrimiento!
Irreprochable esta consideración de que peor que el sufrimiento es el mal moral encerrado en la pasividad ante sus causas. El problema surge cuando, extremando esta posición, se la traiciona; cuando se asume que todo está permitido, desde mentir hasta matar, con tal de erradicar las causas del sufrimiento. Quien admite esto ya no puede fingir que sea combatir el mal moral lo que le mueve, pues se dispone a cometerlo con tal de evitar el sufrimiento. El sufrimiento le importa más que el mal moral —es, para él, el peor de los males— y ello deslegitima moralmente su lucha contra el sufrimiento; la cual, a veces, termina revelándose como simple excusa. Cometer injusticias en nombre de la justicia es un contrasentido y supone confesar que se anhela, en el fondo, algo menos noble. Este retorcido falso moralismo anima a más de una poderosa ideología contemporánea, tanto a la izquierda como a la derecha del espectro político, y usurpa con descaro creciente el puesto de la genuina moral.
El mal en su sentido más primario no es el sufrimiento, sino el mal moral. De modo que, paradójicamente, la preocupación por lo terrible del sufrimiento solo es seria y genuina —no ideológica— cuando se la subordina a la preocupación por el mal moral. Solo entonces puede, a continuación, combatirse legítimamente el sufrimiento mismo, reconociendo que hay sufrimientos justos —cuya eliminación supondría volverse fatalmente indiferentes ante el espectáculo del mal— y aceptando que la supresión de las causas del sufrimiento solo es posible cuando no implica colaborar con un mal moral. Más brevemente: el sufrimiento y sus causas solo son dignos de erradicación si ello supone una mejora moral, y no siempre es así. Cuando la mentalidad contemporánea, cegada por el dolor, olvida esto y ve en el sufrimiento —sea o no correcto— el mayor de los males —erradicable por cualquier medio—, no hace sino corromper lo que hubiera de justo en su intención original, abriendo la puerta a nuevos males morales y a sufrimientos más profundos.