Cuando Abou recordaba el día que se despidió de los suyos en su aldea de Costa de Marfil se le nublaban los ojos. A esa edad ningún padre te deja viajar solo, a vida o muerte, entre desiertos, guerras y traficantes, si no es porque cualquier alternativa es mejor que quedarse. El mundo se divide también entre los adolescentes que tienen la suerte de realizar un viaje fin de curso y los que finalizan sus días en un viaje sin retorno. Entre los que pueden elegir el trayecto y los que se la juegan en cualquier itinerario.
Antes de que Abou emprendiera el viaje, la familia reunió sus escuetas pertenencias para entregarle los zapatos con mejor suela y la camiseta con más lustre del poblado. Vendieron quizás una vaca o la cosecha de varios años para reunir el dinero que le permitiera llegar a Europa. Cada día, a lo largo de los casi 4.000 kilómetros que separan Costa de Marfil de Libia, Abou se prometía a sí mismo que regresaría con el dinero suficiente para cambiar sus vidas.
La historia de Abou Dakite lleva el mismo estribillo de tantas otras similares ante las que guardamos silencio, porque siempre es más cómodo callar que pararse a preguntar. Cuando Abou llegó a Libia se había hecho hombre por el camino. Sobre su piel, cicatrices tatuadas con el dolor de los que se habían quedado en la cuneta y en el infierno de los campos de detención. El recuerdo de aquellos días escocía más que el agua salada que se metía en sus heridas durante las interminables horas que pasaron en una barca a la deriva rumbo a Europa.
Por fin, en la oscuridad de la noche del pasado 10 de septiembre, Abou fue rescatado por la ONG española Open Arms junto a las 77 personas que viajaban en su barca, deshidratadas y muertas de frío. Entre el 8 y el 11 de septiembre salvaron a 270 personas en tres operaciones diferentes. En la primera fotografía le vemos, con ropa seca y limpia, leyendo ensimismado el que se convertiría en su libro de cabecera durante los últimos días de su vida. Parece incluso que comparte junto a un compañero de fatigas alguno de sus descubrimientos. En la portada de ese libro aparece en letras grandes la palabra Europa. Es una guía publicada en distintos idiomas, llena de esperanza y de cuestiones prácticas para que los recién rescatados conozcan el continente. En la segunda fotografía le vemos soñando con él.
Los médicos de la asociación italiana Emergency a bordo del barco comprobaron que Abou no presentaba patologías especiales. Tan solo una desnutrición severa, habitual en los rescatados. Días después, mientras se alargaba la angustiosa espera para el desembarco, tuvo fiebre y fue tratado con antibióticos e hidratantes. Se le efectuaron las pruebas de la COVID-19, a las que dio negativo. Mientras tanto, otro virus, el de la desilusión, se estaba propagando por el barco. Cuando llevas años viajando, sufriendo violencia y abusos, y ves la costa a tan solo unas millas, no entiendes que te impidan llegar a la meta. En dos días, cerca de 123 personas se lanzaron al mar por desesperación.
Italia por fin permitió el desembarco, pero tenían que pasar la cuarentena obligatoria en uno de los buques habilitados. En la mañana del 18 de septiembre, Abou subió al Allegra llevando en una mano el libro y en su brazo todavía el gotero. Abandonó el Open Arms caminando y agradeciendo a los voluntarios la ayuda. El médico de Emergency entregó un informe detallando la situación del paciente al médico de Cruz Roja que se encontraba en el Allegra. Nada hacía presagiar lo que sucedió después. El 28 de septiembre un médico –el único disponible para 600 personas– se dio cuenta de que se encontraba muy mal, pero ya era tarde. Cuando el 1 de octubre se le trasladó al hospital de Palermo, poco se pudo hacer. Murió cinco días después.
Abou Dakite descansa ahora en un cementerio de Palermo. La Fiscalía investiga las circunstancias de su muerte. Pienso en la familia que quedó en Costa de Marfil. Estremece que un continente entero se quede impasible ante quien pide ayuda desesperadamente. No es una cuestión de insolidaridad, sino de dignidad.