El legado de Benedicto XVI - Alfa y Omega

Las últimas palabras de Benedicto XVI en su lecho de muerte fueron: «Señor, te amo». Un buen legado, un buen recuerdo. Se publicó entonces su testamento espiritual: una larga lista de agradecimientos junto a una petición de perdón: «Doy gracias a mis padres, que me dieron la vida en una época difícil». Ellos marcaron profundamente su vida y le facilitaron el primer paso para seguir su vocación, la llamada que Dios le hizo —según él mismo contaba— lentamente. 

Un corazón humilde es un corazón agradecido: «Doy gracias a Dios por los muchos amigos, hombres y mujeres, que siempre ha puesto a mi lado; por los colaboradores en todas las etapas de mi camino; por los profesores y alumnos que me ha dado. Con gratitud los encomiendo a todos a Su bondad». Ni sombra de rencor, a pesar de los reveses que había tenido en su vida y en su pontificado. 

Corazón libre, enamorado; alma de poeta, romántica, tan alemana: «Doy gracias a Dios por toda la belleza que he podido experimentar en todas las etapas de mi viaje, pero especialmente en Roma y en Italia, que se ha convertido en mi segunda patria»; un alemán en Italia, como Goethe. Y añadía una petición «a todos aquellos a los que he hecho daño de alguna manera, les pido perdón de todo corazón». No quería dejar cuentas pendientes y liberaba así su conciencia. Estaba siendo un autorretrato perfecto. 

En fin, un mensaje a todos los que le conocimos, cercanos y lejanos: «Pido humildemente: rezad por mí, para que el Señor, a pesar de todos mis pecados e insuficiencias, me reciba en la morada eterna. A todos los que me han sido confiados, mis oraciones salen de mi corazón, día a día». Esperemos que, por la misericordia del Padre y los méritos de Jesucristo, haya alcanzado ese amor eterno, en el que buceó como teólogo.

Así fue su final, en el que se retrató perfectamente. Tras el funeral, el Papa Francisco presidió la última recomendación y la despedida. Entonces el féretro fue trasladado a las grutas vaticanas, para ser enterrado en la tumba que antes habían habitado san Juan XXIII y san Juan Pablo II. Justo frente a san Pedro, en buena compañía. Comenzaba entonces una nueva etapa, también para entender su persona y su pontificado. Su sonrisa tímida y tranquila nos acompañará siempre.

Han pasado ya dos años desde el final de toda esta historia de verdad y amor, como le gustaría decir al mismo Benedicto XVI. Su vida empezó con la piedad del pueblo bávaro y siguió con la erudición de un catedrático alemán de Teología. Todo ello marcado de modo profundo por la experiencia en el Concilio Vaticano II. Tras su ministerio sacerdotal, siguió el episcopal y el de prefecto de la entonces Congregación para la Doctrina de la Fe, «el lugar más duro de la Iglesia», como dijo Fernando Sebastián. 

Luego vino su servicio como el 364 sucesor de san Pedro, con el nombre de Benedicto XVI. Puso en juego todas sus capacidades, hasta el final. Surgió entonces una nueva imagen, pasando de ser el «gran inquisidor» a ser el Papa de la palabra —razón y relación—, del amor y la esperanza, a juzgar por el título de sus encíclicas. Su timidez empezó a conquistar y ganaba en el plano corto. Las intrigas vaticanas le hostigaron, pero él siguió adelante con la reforma de la Iglesia que ya auspiciaba el Concilio.

La renuncia fue un gesto profético y la mejor definición que he encontrado de lo que supone un ministerio en la Iglesia. «En conciencia» y «por el bien de la Iglesia», dijo. Si seguía en el solio pontificio, la reforma moriría con él. Por eso había que hacerse a un lado, pasar el testigo al que viniera detrás y quitarse de en medio. Tan solo acompañar con su oración y su trabajo. Ora et labora, decía su querido san Benito. 

Su sucesor, el Papa Francisco, ha podido seguir con la reforma en la gestión de los abusos, en la transparencia financiera, en la finalidad evangelizadora de la Curia romana. Ecclesia semper reformanda, Ecclesia semper purificanda. Cuando le preguntaron, siendo prefecto romano, si dormía bien respondió diciendo, tras un bloqueo inicial: «Después de hacer mi examen de conciencia y rezar las oraciones de la noche, la verdad es que duermo estupendamente, porque sé que la Iglesia es de Jesucristo y no nuestra».

Después vino el insomnio crónico y vio la necesidad de desvincular su pontificado de su propio estado de salud. La Iglesia tenía que seguir sin él; eso sí, acompañada por su oración y su trabajo. Y su silencio, que no fue sencillo en tiempos revueltos. Vivió como un monje, acompañando al nuevo Papa.

Ahora sigue hablando sobre todo por medio de sus libros y también con el buen recuerdo de su sonrisa tímida y dentuda. Se celebrará dentro de poco el centenario del nacimiento en un pequeño pueblo bávaro de aquel niño debilucho que parecía no tener mucho futuro. Pero los planes del Señor son siempre sorprendentes: Él es el Señor de las sorpresas. Su vida, su vocación, sus enseñanzas, su ministerio son luminosos, y es este el mejor legado que nos ha podido dejar.

El autor acaba de publicar Benedicto XVI. Infancia, formación y concilio (1927-1965), en San Pablo. Le seguirán otras dos partes.