Apenas se ve, a primera vista, a esta mujer menuda, escondida entre jerséis de lana y abrigos multicolor para los más pequeños. Todo está delicadamente colocado por categorías y tallas, a la espera de que lo recojan sus nuevos dueños. Dasha es de Bratislava. Viuda y con cuatro hijos que ya levantaron el vuelo, lleva una decena de años colaborando con Cáritas. Ahora trabaja una jornada completa, más de ocho horas al día, en el centro que la institución eclesial ha reconvertido a las afueras de la capital para atender a los refugiados ucranianos que, lentamente, pero sin pausa, van llegando hasta la ciudad. Dasha se emociona hasta la lágrima cuando habla de los ucranianos. De hecho, confiesa que apaga la televisión cuando ve imágenes de la guerra. Hasta hace una semana, el centro en el que colabora acogía el proyecto Posli tasku (Recoge una bolsa), en el que las personas más afectadas por las consecuencias de la pandemia, los mayores y quienes sufren una discapacidad, podían recibir de manos de los voluntarios bolsas con alimentos, productos de higiene y todo lo necesario para satisfacer las necesidades básicas.
Pero todo cambió en menos de siete días. La emergencia tras la invasión rusa de Ucrania hizo aflorar la creatividad y este centro era el más adecuado para una de las grandes necesidades con las que llegan los refugiados. Ropa, comida e higiene. La parte del alojamiento la gestionan en colaboración con otras siete grandes ONG, además de con muchos particulares que están ofreciendo sus casas. «El primer día llegó una familia compuesta por un abuelo, una mamá y una niña pequeñita. Venían a por algo de abrigo, porque literalmente salieron corriendo con lo puesto», explica Dasha. Otra vez con la voz entrecortada y los ojos encharcados. En Eslovaquia los recién llegados no tienen que pasar primero por las autoridades; ese será el siguiente paso, una vez establecidos, para que puedan acceder a la regularización que les permita estar más de 90 días en el país vecino.
Martin Takacs, responsable de logística de Cáritas Eslovaquia, es el encargado de velar por el funcionamiento del centro, donde son los propios vecinos bratislavos los que proveen de víveres sus estantes. «Están permanentemente llenos. Cuando salen bolsas, entran otras repletas de potitos, pañales, zapatillas de deporte intactas, pantalones nuevos», explica. Desde que abrió sus puertas, pocos días antes de nuestra visita, una media de 60 familias refugiadas acuden al centro. En la media hora que estamos allí, a punto de cerrar las puertas, otras dos familias eslovacas entran cargadas de bolsas para dejar su granito de arena. Tres niñas y su madre explican que es imposible no aportar su ayuda. La pequeña sujeta orgullosa un brik de zumo, para que otra niña como ella pueda coger fuerzas y afrontar los días raros. La mayor muestra un jersey calentito; no quiere que nadie pase frío mientras ella esté ahí.
«Estoy impresionado por lo fuertes que son los ucranianos», explica Takacs. Cuando vienen, les preguntamos qué más necesitan, además de las bolsas. De momento, nadie nos ha pedido nada». Saben que, si la locura de Putin no llega pronto a su fin, la adrenalina inicial dará paso a otras emociones. Están preparados. Planean un proyecto con el Ayuntamiento para atender el dolor del corazón.