El grito en el desierto: cuando lo esencial irrumpe el estruendo - Alfa y Omega

El grito en el desierto: cuando lo esencial irrumpe el estruendo

2º Domingo de Adviento / Mateo 3, 1-12

Lidia Troya
'Predicación de san Juan Bautista'. Pier Francesco Mola. Museo del Prado, depositado en el Museo de Zamora.
Predicación de san Juan Bautista. Pier Francesco Mola. Museo del Prado, depositado en el Museo de Zamora. Foto: Wikimedia Commons / Outisnn.

Evangelio: Mateo 3, 1-12

Por aquellos días, Juan el Bautista se presentó en el desierto de Judea predicando: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos». Este es el que anunció el profeta Isaías diciendo: «Voz del que grita en el desierto: “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos”». Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y de la comarca del Jordán; confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán. Al ver que muchos fariseos y saduceos venían a que los bautizara, les dijo: «¡Raza de víboras!, ¿quién os ha enseñado a escapar del castigo inminente? Dad el fruto que pide la conversión. Y no os hagáis ilusiones, pensando: “Tenemos por padre a Abrahán”, pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras. Ya toca el hacha la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé buen fruto será talado y echado al fuego. Yo os bautizo con agua para que os convirtáis; pero el que viene detrás de mí es más fuerte que yo y no merezco ni llevarle las sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. Él tiene el bieldo en la mano: aventará su parva, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga».

Comentario

Vivimos en una época de desierto existencial y de intensos gritos —no solo en el Congreso—. Las grandes tecnológicas, con sus aplicaciones adictivas, repletas de ruido incesante y ofertas constantes, apenas logran ocultar lo que realmente sucede bajo la superficie. Experimentamos una sed espiritual que el mercado y las ideologías —incluyendo las religiosas— intentan colmar. Seguimos voces estridentes y emotivistas, buscando soluciones fake que prometen cubrir nuestros huecos existenciales. Buscamos la plenitud, pero a menudo rellenamos el vacío interior con distracciones fugaces y más ruido. Otros muchos gritos, en cambio, permanecen en doloroso silencio.

En este páramo árido para el alma, vestido con los colores caducos del otoño, somos vulnerables a la atracción de cualquiera que prometa un oasis, cualquier influencer o doctrina que ofrezca un camino de salvación o liberación del trauma inmediata, pues la voz se vuelve más atractiva que el silencio. Sin embargo, la fe profunda no se alimenta de la voz más alta, abrumadora o espectacular, igual que la intensidad no es sinónimo de integración. La liturgia de Adviento nos saca del ruido para situarnos ante un clamor que interrumpe el estruendo: Juan el Bautista.

Juan, con su vestimenta austera y su dieta radical, fue el gran influencer de su época. Logró movilizar a multitudes porque su mensaje resonaba con la insatisfacción colectiva. Su grito, «convertíos», era una alarma, un llamado urgente a la conversión. Muchos acudieron a él, creyendo que su bautismo era la respuesta final. Pero Juan es solo el umbral, no la meta: «El que viene detrás de mí es más fuerte que yo». Es la voz que prepara, no el Verbo que viene. 

¿Qué exige exactamente esa preparación? La metanoia no es arrepentimiento moralista, sino un giro copernicano en nuestra manera de ver la realidad, hacia la lógica del Reino: la justicia, el amor, la verdad. La conversión conlleva también un desprendimiento de los propios conceptos religiosos y de las imágenes falsas de Dios.

Esta exigencia de la metanoia es lo que provoca el conflicto con los fariseos y saduceos. Juan les lanza una invectiva demoledora: «¡Raza de víboras!». ¿Por qué tanta dureza? Porque estos líderes religiosos venían a buscar un rito, sin intención de transformar su mirada. Su gran trampa era la falsa seguridad que les daba su linaje: «Tenemos por padre a Abrahán». El Bautista desmantela esta ilusión: la fe no es herencia, sino decisión; no es linaje, sino fruto. Dios no está atado a la sangre. De hecho, en el centro de la religiosidad de Jesús siempre están la persona y sus necesidades, nunca las leyes. ¿Y nosotros? ¿Buscamos un rito superficial que nos gane el cielo y un refugio aquí en la tierra, o estamos dispuestos a realizar la profunda metanoia que conduce al arraigo interior y a la construcción activa del Reino; es decir, de un mundo mejor para todos?

La conversión que exige este Reino implica también abandonar la identidad superficial del yo y la propia aureola. Es aquí donde la experiencia de Juan cobra sentido, pues la Biblia entiende el desierto no como un simple vacío, sino como el lugar del encuentro radical, de la purificación y de la fragua de la identidad. Los primeros cristianos sabían que la fe conllevaba una concreción en lo esencial, porque la religión se ocupa de lo que hay debajo de las formas. El Bautismo es, en este sentido, una iniciación en la que se nos confirma que somos más que carne y hueso. Hoy, para alcanzar esa verdad, hemos de seguir adentrándonos en el hondón humano y cavar.

Madeleine Delbrêl, la mística francesa de la proximidad, usaba una poderosa parábola: «Bajo la aridez del Sáhara se extiende —hasta el peor estudiante lo sabe— un mar inmenso […]. Cuando la capa subterránea aflora, brota un maravilloso oasis. Cavar lo suficientemente profundo. En la aridez de algunos desiertos humanos —esos desiertos que no son sino ciudades de millones de habitantes— cada creyente está llamado a ser una torre de perforación hacia la capa de amor inagotable: el Dios oculto y desconocido que puede aplacar toda sed. “El desierto florecerá”. Esta frase de la Biblia sigue siendo actual. Se buscan perforadores».