Me he enterado hace poco de lo que es eso del ghosting. O, mejor dicho, he sabido que al tradicional comportamiento inmaduro de la huida para no enfrentarse a situaciones incómodas se le denomina así para estar acordes con la moda de utilizar anglicismos. Yo soy milenial, pero de refilón. Casi inauguro la generación, aunque he elegido por voluntad propia decir fecha límite en lugar de deadline o retroalimentación en vez de feedback. Y tampoco estaba muy al día de los términos en materia de ligoteo o de ruptura drástica de amistades, por lo que el vocablo fantasmagórico me pilló de nuevas. Lo que sigue siendo un clásico es la incomprensión que rodea dicha conducta, demasiado propia de hombres infantiles que no quieren ver comprometida su vida dando explicaciones «en exceso». O así ha sido, al menos, en los muchos contextos en los que he escuchado últimamente esta práctica. Mujeres fuertes, bellas por dentro y por fuera, se desbordan en palabras, en recovecos, en análisis, para saber por qué ese hombre que tienen delante se comporta así o asá. Dedican su tiempo y esfuerzo en intentar comprender. Y solo reciben un fantasma por respuesta. Tiempos líquidos, ya saben.