No creo que ninguna guerra acabe con la paz. Es más, tengo serias dudas de que las guerras puedan realmente acabar. No finalizan porque carecen de una finalidad. Si la guerra tuviera un fin los contendientes nunca se habrían enfrentado. La guerra es precisamente el desencuentro de objetivos en un mismo acto. Por eso, su resultado no puede nunca constituir su fin, porque aunque una de las partes llegase a cumplir su objetivo, habría tenido que destruir las posibilidades de su oponente, o a su oponente mismo. Por ello, una guerra no acaba, sino que antes o después conduce a otra, que desembocará a su vez en una tercera, y así sucesivamente. Acaban las hostilidades y comienza el rearme. La guerra aguijonea la historia desde Caín y Abel hasta nuestros días.
Así vivió Zweig las guerras de la primera mitad del sigo XX, como cuenta en los Diarios publicados por Acantilado: «Me cuesta concebir cualquier “victoria”, lo único que veo por todas partes es el sacrificio de millones de vidas y la miseria humana». Aun cuando se ganan batallas «quedan atrás sin hacer mella», pues no se llegan a experimentar «ni verdaderos triunfos ni verdaderas derrotas». La guerra es una agonía sin fin: «Teníamos la esperanza de haber llegado al final y resulta que empieza ahora» (1915); «hemos tomado Lublin […]. Pero yo sigo sin poder alegrarme, solo veo en ello una prolongación del conflicto, […] ¡ningún desenlace! ¡Todo lo contrario! […] La guerra se prolonga y no se atisba el final». Tanto es así que todos sabían que la Primera Guerra Mundial conduciría indefectiblemente a la segunda, lo cual sucedió antes de lo esperado: «sé que nadie en el mundo pedirá clemencia para Alemania, la pisotearán hasta aplastarla. Porque ahora conocen su poder y saben que en 50 años resucitará con una fuerza demoníaca».
El pesimismo se va apoderando de él. «Es trágico, pero en este momento la guerra debería causar más muertos para que la gente se diera cuenta de que es una locura». Siempre había buscado la «autoridad para hacer el bien», pero la guerra le desespera. Comienza a eludir a la gente porque «cacarean los mismos disparates, sin darse cuenta de que se los han susurrado». Con el tiempo se alejará también de la mayoría de sus allegados: «Entre mis amigos y yo hay algo que se ha echado a perder, quizá para siempre».
Al exasperar, su pacifismo –«la vida lo es todo, el único bien supremo»– iba transformándose en huida: «Mientras el objetivo de la lucha era combatir el principio de agresión, tenía sentido, pero ahora que este principio se ha revelado invencible militarmente […] solo contribuye a verter sangre […] por respeto a la idea, grandiosa y atroz a un tiempo, del “honor patrio”». Ante Hitler, su pacifismo es puro derrotismo: «Me pregunto si no deberíamos abandonar de una vez por todas Europa». Pues, al fin y al cabo, «¿qué es Europa? Una ficción de la que hay que olvidarse».
Por eso, se marchó a Brasil, buscando «el arte… de vivir para mí y no para los tiempos, que a fin de cuentas son la destrucción de la vida». Pero si su vida era escribir para otros, con su evasión «la vida ya no merece la pena»: estaba «condenado a escribir el resto de mi vida en un idioma que solo hablan aquellos a quienes se les prohíbe leerme» por ser judío. La derrota de Europa significó el aborto de su misión y, por ende, del sentido de su vivir. Todos sabemos cómo terminaron sus días. El pacifismo no podía ser la solución. Tampoco la resistencia de Ucrania pondrá fin a la guerra. Pero su martirio nos interroga, devolviéndonos a la búsqueda de una Europa cuya libertad pueda merecer el sacrificio de nuestras vidas, mientras esperamos el único Fin de todas las guerras.
Stefan Zweig
Acantilado
2021
592
32 €