El evangelio, según Dickens
Charles Dickens escribió, en 1846, un librito, de apenas cuarenta páginas, titulado La vida de Nuestro Señor, dedicado a sus hijos con el propósito de ser leído en familia durante las Navidades. No presenta a un Jesús preocupado sólo por los pobres y los niños, ni se queda sólo en la filantropía humanista, rasgos a los que, a menudo, se sigue reduciendo hoy al autor de Oliver Twist
Charles Dickens, nacido el 7 de febrero de 1812, es un novelista asociado a la bondad y a la compasión, que emergen con fuerza entre fábricas y oficinas siniestras, regentadas por personajes inhumanos que no dudan en sacrificar a sus semejantes para satisfacer sus ambiciones e intereses. En su época, gozó del favor incondicional del público, dispuesto a conmoverse o a indignarse ante la suerte de sus jóvenes protagonistas, los Oliver Twist, Nicholas Nickleby, David Copperfield, Pip Pirrip, dignos de admiración porque saben plantar cara a la adversidad, sin avergonzarse de sus lágrimas.
Aquellas historias no sólo tenían el objetivo de la denuncia social, sino que, además, pretendían demostrar que el mal no sale siempre vencedor, pese a que las apariencias pudieran mostrar lo contrario en la Inglaterra del liberalismo manchesteriano, incapaz de distinguir las diferencias entre pobres, holgazanes y enfermos. Años después, las modas cambiantes y los críticos literarios quisieron relegar al escritor a la galería del sentimentalismo, aunque Chesterton rebatiera apasionadamente esas tendencias y señalara que aún quedaba un largo camino para agotar a Dickens.
¿Desencantado con el hombre?
Hoy, al cabo de dos siglos, se nos quiere ofrecer la imagen de un novelista más áspero de carácter, más amargo en sus opiniones y más desencantado de la condición humana. El Dickens que cree en el bien y en el mal está siendo arrastrado por las corrientes de la ambigüedad moral, el pesimismo existencial o el cientificismo determinista. El escritor, prematuramente envejecido y enfermo de los últimos años, agotado por la titánica labor de conquistar el mundo por la escritura, y proclive a las manías y supersticiones que acechan a un trabajo desarrollado en soledad, da pie a algunos para arrebatar a Dickens la condición de cristiano. Su principal argumento es el interés del escritor por el unitarismo, una creencia que, en su afán de subrayar la unicidad de Dios, niega la divinidad de Cristo y desemboca en un deísmo que aleja a Dios de los asuntos terrenos, y todo ello compatible con un humanitarismo cordial que nos invita a portarnos bien con los demás, pero que no tiene que agradecer a nadie su efusión de buenos sentimientos. Nos pondrían el siguiente ejemplo: el avaro Ebenezer Scrooge cambia de conducta en la noche de Navidad, al mirar dentro de sí mismo; y, en las imágenes de los demás, propuestas por los tres espíritus visitantes, las consecuencias de sus acciones u omisiones. Scrooge pasa de malo a bueno, pero no de ateo a cristiano.
La vida de Nuestro Señor
Es sabido que las injusticias que padeció en su juventud, influyeron en las críticas de Dickens a las religiones organizadas, pues retrató con tonos sombríos a clérigos de la Iglesia anglicana, a la que él mismo pertenecía, y fue incapaz de comprender la naturaleza de la Iglesia católica, pese a sus viajes a Italia, una tierra que sólo supo ver con la estética formalista y distante de tantos de sus compatriotas.
Pero no se puede afirmar con rotundidad que ese espíritu crítico pretendiera llevarse por delante, ni el valor de la Sagradas Escrituras ni el reconocimiento de Cristo como Dios, algo que sí harían los unitaristas que, en su afán de liberarse de los dogmas, solían caer en el lodazal de los espiritualismos para unos pocos iniciados. Por el contrario, Charles Dickens escribió, en 1846, un librito titulado La vida de Nuestro Señor, con el propósito de ser leído en familia durante las Navidades, costumbre mantenida durante años. Sólo después de la muerte de su último hijo, sus descendientes autorizaron su publicación, en 1934.
Quien tenga acceso al texto, descubrirá que el autor no está describiendo un Cristo filántropo, cuyas buenas acciones y milagros se agotan en el mero hecho de ayudar a los demás. En este evangelio según Dickens, Cristo da continuas muestras de compasión por los pobres y los niños, al igual que el novelista en sus libros, pero no se nos brinda la imagen de un Jesús que sólo se dirige a los pobres, a pesar de que pobres son sus apóstoles. Según el escritor, esa elección respondió a que «los pobres supieran que el cielo se había creado para ellos, al igual que para los ricos». Por lo demás, en diversos pasajes se califica a Jesús de Nuestro Salvador, «el que enseñó a la gente a amar a Dios y a esperar ir al cielo después de la muerte», y recuerda la necesidad del perdón. Tampoco faltan en esta obra las apariciones de Jesús resucitado y la Ascensión, que ponen en evidencia a un Dickens cristiano, al resguardo de las limitaciones de un filantropismo sentimental.