El milagro se realiza en un contexto de fe, como signo de otra realidad, y es por eso que requiere una comprensión y un discernimiento. Seguiremos, en nuestra breve exposición, algunas de las ideas del cardenal Schönborn, en uno de sus libros sobre Jesús. Aunque los milagros no tienen sentido sino en un contexto creyente y no se dirigen a causar propiamente la fe, no la reemplazan, sino que pueden robustecerla cuando ya existe. Una explicación racionalista, que no viera en estos prodigios de Dios más que humanos géneros literarios, equivale últimamente a retirar la presencia de Dios en el mundo y su intervención en la historia. Un planteamiento fideísta, que esperara la presencia de un milagro para dar el paso y creer, estaría ignorando la verdadera naturaleza del acto de fe.
Los milagros de Jesús se realizan siempre en un contexto de fe, y su fin último no es sino fortalecerla. Están vinculados de alguna manera a lo que el hombre puede esperar de Dios: su auxilio y su misericordia, su perdón y, por qué no, la curación. Suponen siempre la fe, de tal modo que en aquellos ámbitos o grupos en los que no la hay, Cristo no obra milagro alguno. Por eso la fe no puede perder nunca su carácter de adhesión libre y confiada: el milagro no fuerza al hombre a creer. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, muchos de los que presencian las acciones portentosas de Dios se mantendrán en su increencia y en la dureza de su corazón.
Además los milagros se realizan en un contexto vital, en situaciones concretas de la vida cotidiana, en las que no falta la carencia o el dolor, la enfermedad y el sufrimiento, incluso la muerte. Pero no es la intención divina quedarse en las fronteras de lo humano y en la superación de cualquier limitación natural. El milagro apunta más lejos, más alto: si son signo lo son por referencia a otra condición que anuncian, que anticipan, la vida eterna. Lo cual no quita que, amén de su carácter maravilloso, el efecto del milagro sea un hecho visible, proporcionado de alguna manera a nuestros sentidos; por milagroso que sea un hecho, no deja de ser un hecho.
Pese a su condición de signo sobrenatural, no encontramos en los milagros nada que nos lleve a pensar en un modo supernatural o mágico por parte de Jesús. Dentro del misterio, nada apunta a la fantasía del circo o al espectáculo que algunos exigen y esperan para creer. Más bien encontramos en sus narraciones, y en los recientes de nuestra historia, una cierta discreción y sencillez, que encaja perfectamente con todo el modo del obrar de Dios. Precisamente ahí descubrimos una señal de su credibilidad.
En tanto que signo, el milagro no deja indiferente, provoca nuestra reacción, como provocó la de quienes los presenciaron físicamente en la vida terrena de Jesús. Muestran la intención salvífica de Dios y su deseo de intervenir además en nuestros corazones, y eso no nos puede dejar en la indiferencia. Jesús apunta a la conversión del corazón, al milagro de la santificación.
En el fondo, tras los milagros no está una actividad o un mandato, una norma o una fuerza anónima, sino una personas. Los milagros son signos del poder de Dios al servicio de su bondad, de su sabiduría y su justicia. Es Cristo mismo el que se revela y se da a conocer, actuando, como salvador del hombre. Él es, en verdad, el gran signo, el auténtico milagro de la acción de Dios en favor de los hombres: su nacimiento, su pasión, la muerte sobre la cruz y, ¡cómo no! la resurrección, se erigen para todos los pueblos como la señal buscada, a fin de poder creer. Todo milagro encierra una dimensión pascual que muestra el amor salvífico de la Pasión y su eficacia infinita. Pero en ellos también se conoce el hombre, se descubre como enfermo curado, es decir, como pecador redimido, llamado a no pecar en adelante más; más aún, como hijo regenerado y devuelto de la muerte a la vida.