El Diario de Ana Frank: una invitación a la vida y al amor
La muchacha acepta el principio de realidad: la vida no puede reducirse a una interminable espera sin horizonte. Esta aceptación, que no es resignación, es el comienzo de la madurez de la persona
Entre febrero y marzo de 1945 una adolescente judía, Ana Frank, falleció víctima del tifus en el campo de concentración de Bergen Belsen. A sus 15 años nos dejó un impresionante legado, su diario, plasmado en un cuaderno de tapas duras y en el que Kitty es el nombre de su supuesta destinataria.
El Diario de Ana Frank se extiende del 12 de junio de 1942 al 4 de agosto de 1944, el tiempo en que la familia estuvo escondida en la parte trasera del número 263 de la calle Prinsengracht en Ámsterdam, en la época de la ocupación nazi. Los Frank lo compartían con la familia Van Pels (conocidos como Van Daan en el texto) y el dentista Fritz Pfeffer. Finalizada la guerra fue Otto, el padre de Ana, el que difundió el diario y otros escritos de la muchacha, como algunos cuentos y un esbozo de novela.
80 años después de su muerte, el Diario de Ana Frank, pese a su modesta extensión y la corta vida de su autora, ha accedido a la categoría de un clásico. Habitualmente se piensa en esta obra como un medio para no olvidar los horrores del Holocausto. Es cierto que contiene descripciones del miedo y la inquietud de los judíos perseguidos o de las noticias esperanzadoras sobre las victorias aliadas difundidas por las radios extranjeras, pero sus páginas perduran porque están vivas. Saben transmitirnos los sueños del amor adolescente de Ana por Peter van Pels, su compañero de reclusión; la convivencia con Margot, la hermana mayor, con la habitual mezcla de cariño y celos, o las ilusiones de Ana por ser escritora, alimentadas por su gran cantidad de lecturas. Aquel encierro es una escuela del amor y del saber, cuya principal enseñanza es un profundo amor por el mundo y la vida, capaz de sobreponerse a un ambiente trágico y hostil.
A modo de invitación a leer un diario que debería ser recomendado, al igual que sucedió en Alemania, en los colegios de todo el mundo, llamo la atención sobre algunos de sus pasajes. «Tengo muchas ganas de escribir y mucho más aún de desahogarme y sacarme unas cuantas espinas. “El papel es más paciente que los hombres”. Me acordé de esta frase unos de esos días melancólicos cuando estaba sentada con la cabeza apoyada entre las manos, aburrida y desganada, sin saber si salir o quedarme en casa, y finalmente me puse a cavilar sin moverme de donde estaba… He llegado al punto donde nace toda idea de escribir un diario: no tengo ninguna amiga». En realidad, Ana no espera que su diario sea leído por alguien. Escribe para sí misma, aunque a la vez alberga la esperanza de que algún día podrá enseñarlo a algún amigo o amiga «del alma». Algunos piensan que la escritura es una muestra de vanidad o ensimismamiento, pero se equivocan, porque todo escrito es un ejercicio de trascendencia. Siempre equivale a salir de uno mismo. El diario de esta adolescente lo demuestra.
«Ni papá, ni mamá, ni Margot han podido acostumbrarse al sonido de las campanas de la iglesia del Oeste, que suenan anunciando la hora cada 15 minutos. Yo sí me siento a gusto con el sonido, es una sensación de aliento. Estarás interesado en saber si siento agrado de cómo estoy viviendo y de mi escondite, pues te digo que no lo sé aún. Creo que nunca podré sentirme como en mi hogar, no significa que esté mal o me desagrade; ya que siento como si fueran unas vacaciones en un lugar extraño. Así se dieron las cosas y no puedo hacer nada. Nuestro escondite es ideal como refugio; aunque esté todo inclinado y sea húmedo, no se encontraría un escondite tan cómodo en Ámsterdam, tal vez ni siquiera en toda Holanda».
Ana acepta el principio de realidad, que nos recuerda que la vida no puede reducirse a una interminable espera sin horizonte, una espera marcada por la desesperanza y la melancolía, por la pasividad que solo busca su recompensa en un acontecimiento inesperado y feliz. Toda aceptación de la realidad, que no es lo mismo que resignación, es el comienzo de la madurez del ser humano.
«Cuando se está desalentado y triste, ella [la madre de Ana] aconseja: “¡Pensemos en las desgracias del mundo y alegrémonos de estar al abrigo!”. Y yo, por mi parte, aconsejo: “Sal, sal a los campos, mira la naturaleza y el sol, ve al aire libre y trata de reencontrar la dicha en ti misma y en Dios. Piensa en la belleza que se encuentra todavía en ti y a tu alrededor. ¡Sé feliz!”».
Frente al egoísmo del que se envuelve en su caparazón, en apariencia respetable y razonable, Ana canta a la vida. Solo quien sale de sí mismo, de sus supuestas seguridades, es capaz de encontrar la alegría de vivir.