El día en que el Papa canonizó una nueva forma de ser Iglesia
El 12 de marzo de 1622, Gregorio XIII subió a los altares a «cuatro españoles y a un santo», bromeaban los romanos. Más allá de la anécdota, aquella fue una canonización excepcional que consagró la Reforma católica
Aquel día Roma amaneció con frío, cuentan las crónicas. Era el 12 de marzo de 1622 y todo estaba previsto en el interior de la basílica de San Pedro para un acontecimiento inusual y novedoso para la Iglesia católica: la canonización conjunta de cinco santos cuya talla espiritual no ha cesado de aumentar con el correr de los siglos.
Ahora se cumplen los 400 años de aquella celebración por la que subieron a los altares san Isidro, san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier, santa Teresa de Jesús y san Felipe Neri. Dada la abrumadora presencia española, los romanos –quizá todavía con la memoria herida por el Saqueo de Roma, la batalla ganada apenas un siglo antes por Carlos V contra las tropas del papado y otras potencias– bromearon ese día diciendo que «habían canonizado a cuatro españoles y a un santo».
«En realidad la ceremonia estaba prevista inicialmente solo para canonizar a san Isidro», explica Fermín Labarga, profesor de Historia de la Iglesia en la Universidad de Navarra y autor del estudio 1622, la canonización de la Reforma católica. «La celebración la habían impulsado la Corte española y, sobre todo, la Villa de Madrid, que hasta llegó a enviar a una especie de embajador de la ciudad para promover la canonización y coordinar los preparativos», añade.
En aquella época, las canonizaciones se hacían dentro de la basílica de San Pedro, donde se colocaba un escenario de madera cuya instalación y decoración llevaba bastante tiempo. «Todo eso lo pagó la Villa de Madrid, y, de hecho, todos los motivos de la decoración se referían solamente a san Isidro», cuenta Labarga.
Poco a poco, a la canonización, prevista para el día del santo del Papa –Gregorio XV–, se fueron sumando más santos. La primera fue santa Teresa de Jesús, cuyo proceso «era el más avanzado», y luego san Ignacio, porque «los jesuitas tenían mucho interés en ver en los altares a su fundador», asegura.
Después entraría san Francisco Javier, «por iniciativa del mismo Pontífice, que poco antes había creado la Congregación para la Propagación de la Fe y estaba muy interesado en las misiones». Por último, Felipe Neri entró porque la Congregación de los Ritos –la dedicada entonces a las causas de los santos– destacó que los candidatos eran cuatro españoles; había que incluir a otro y el elegido fue el santo de la sonrisa, muy querido por el pueblo romano.
Líneas maestras
Coordinar todos esos intereses de tipo político y eclesiástico fue «un gran logro para la diplomacia pontificia», asegura Fermín Labarga, quien propone la tesis de que aquella celebración «fue en realidad la canonización de la Reforma católica frente a la protestante». Por un lado, «afianzó el papel de las órdenes religiosas a la hora de difundir las conclusiones del Concilio de Trento». Por otro, «consagró la reforma de las órdenes más antiguas, como la de los carmelitas, así como los vestigios de la santidad medieval representada por san Isidro». También «dio un impulso a la vocación misionera de la Iglesia», y con el santo romano «quedaba fijado el modelo de santidad del clero».
Para el profesor de la Universidad de Navarra, «estas han sido las líneas fundamentales de la Iglesia hasta hoy, asociadas al crecimiento de la relevancia de estos santos en los siglos posteriores».
Al día siguiente de la canonización, el domingo 13 de marzo, hubo una gran procesión desde San Pedro por toda Roma, y llevaron los estandartes de los cinco santos a diferentes iglesias. En otras ciudades también se realizaron actos extraordinarios, destacando las procesiones que hubo en Madrid en acción de gracias por la subida a los altares del patrón de la ciudad.
Todos ellos eran santos muy queridos por el pueblo, y posiblemente todavía quedaban vivas personas que habían conocido a alguno. Si para los fieles de entonces su canonización fue un hecho remarcable, para los fieles de hoy su actualidad no lo es menos. «Los cinco siguen siendo modelo de santidad para todos», asegura Fermín Labarga. Por ejemplo, san Isidro, laico trabajador y padre de familia, «tiene mucha relevancia hoy en el contexto de la llamada a la santidad por parte de todos los bautizados». Y, «dentro de su sencillez, puso en valor la necesidad de las buenas obras frente a las teorías protestantes».
«Los ejercicios espirituales de san Ignacio siguen impulsando la fe de muchos –continúa el profesor de la UNAV–, así como su espíritu de servir a la Iglesia en los lugares más complicados». San Francisco Javier «es el prototipo de misionero en tiempos de nueva evangelización»; la santa de Ávila «subraya la necesidad de oración y contemplación», y Felipe Neri «es el modelo de santo que une la fe con la alegría».