La crisis de la COVID-19 lo ha cambiado todo, de forma absoluta, afectando dramáticamente a casi todos los habitantes del planeta. En España, la huella de la pandemia es espeluznante: miles de muertos, miles de negocios y empleos perdidos; secuelas, algunas imborrables que dejarán una profunda cicatriz. La devastación es generalizada, pero toda crisis impacta de manera desigual en las sociedades que son desiguales y España no es una excepción. En este sentido, la población inmigrante ha sufrido un mayor impacto COVID que el promedio de la población española. En el Anuario CIDOB de la Inmigración, recientemente publicado, hemos reflexionado sobre algunas de esas zonas de intersección entre la COVID-19 e inmigración. En uno de sus artículos, he tratado de aportar evidencias sobre los efectos de la pandemia en la población inmigrante, con especial atención a la dimensión económica.
El deterioro económico ha sido generalizado, integral, pero ha afectado con más fuerza al inmigrante. Baste señalar aquí un dato: más de la mitad del desempleo que la COVID-19 ha generado a lo largo de 2020 corresponde a trabajadores extranjeros cuando, en realidad, suponen solo el 12 % de la población ocupada en el país. La tasa de paro extranjero ha trepado por encima del 25 % a finales de 2020, es decir, uno de cada cuatro trabajadores extranjeros está desempleado, frente a solo el 14 % de los españoles. Este impacto diferencial se explica en buena medida por una mayor vulnerabilidad en la calidad del empleo, una fuerte presencia en la economía informal y una mayor exposición a los sectores en crisis.
Más allá de las dificultades económicas, la vida diaria de muchos extranjeros se ha visto seriamente impactada por la parálisis de la Administración, especialmente al inicio de la pandemia. Trámites esenciales de renovación, reagrupación familiar, arraigo, etc., se han convertido en una angustiosa carrera de obstáculos ante las dificultades de acceso a la gestión electrónica para muchas personas, o el colapso de algunos servicios de atención online.
Sería injusto, no obstante, achacar estos desequilibrios al virus. La pandemia ha roto las costuras de un sistema de gestión de extranjería parcialmente ineficiente, muy tensionado y dotado de recursos escasos. La falta de integración laboral en la población extranjera tampoco es nueva: la COVID-19 solo ha iluminado, como ya sucediera en la pasada crisis económica, oscuras zonas de desigualdad que han estado siempre ahí.