«El Darién es la suma de todos los riesgos»
La Iglesia en Iberoamérica ha lanzado una campaña pidiendo a los migrantes que no crucen de Colombia a Panamá por la selva. Pero es una decisión de Estados Unidos la que está frenando el flujo
Entrar a Chile por los Andes, bajo cero y con falta de oxígeno. Cruzar México en el tren conocido como La Bestia, con el riesgo de ser arrollado. No faltan en Iberoamérica rutas migratorias arriesgadas. Pero una se ha ganado el triste mérito de ser «la más peligrosa», según la Red Eclesial Latinoamericana y Caribeña de Migración, Desplazamiento, Refugio y Trata de Personas (Red Clamor). Es la que cruza la selva del Darién, entre Colombia y Panamá. Se trata del único tramo donde se corta la carretera Panamericana, de Alaska a Chile. Solo existen los caminos que abren las comunidades locales. Y, sin embargo, en lo que va de año 201.000 personas han entrado por ella a Panamá, el 70 %, de origen venezolano. Jorge Ayala, secretario general de Pastoral de la Movilidad de la Conferencia Episcopal Panameña (CEP), lamenta que las autoridades colombianas no controlan cuántos salen, para poder calcular «cuántos quedaron en la selva». Pero son suficientes como para que la Red Clamor haya lanzado una campaña con el lema El Darién no es el camino, es un tapón, invitando a los migrantes a no tomar este camino.
Ayala explica que esta ruta migratoria es relativamente reciente. La mayoría de inmigrantes entran en Panamá desde Sudamérica en avión o barco, con visado turístico. Solo los más desesperados optan por Darién. Hace algo más de una década eran unos 100 al año, asiáticos y africanos. Para 2020, al sumarse cubanos y haitianos, superaron los 10.000. «Todas las rutas no regulares conllevan riesgos, pero esta es la suma de todos», explica este experto. Los migrantes, incluyendo niños, embarazadas «y alguna persona con discapacidad», van con guías locales. Pero como «la zona la controla el crimen organizado», o bien los guías forman parte de la red o tienen que pagar la vacuna. Un soborno que abre el paso, pero no protege frente a los secuestros, los atracos o las violaciones.
El terreno está lleno de pendientes, lodazales, y precipicios por los que «cae una persona y, como está lleno de follaje, ni ves dónde está». De hecho, Ayala recuerda haber leído sobre la muerte de una familia entera: «La madre cayó y el marido se volvió loco, lanzó a los dos niños y luego se tiró él». Hay «alacranes, serpientes y jaguares». Falta el agua potable, pero en época de lluvias —ahora es su peor momento— «en minutos» se puede producir una crecida que se lleve por delante a alguien que duerma en un claro en la orilla. A veces, en estas situaciones, los grupos se separan y llegan a Panamá niños solos, cuyos padres no siempre aparecen después. Con todo, una de las principales causas de muerte «es el cansancio. Caen fulminados».
Cuando llegan a Panamá, las autoridades los embarcan en buses directos hasta Costa Rica. Pero la experiencia es tan dura que muchos migrantes comparten mensajes similares: «No sabía que iba a ser así»; «no lo vuelvo a hacer»; «quien me vea, que no lo haga». Sus testimonios parecen parte de la campaña de la Red Clamor. A pesar de ello, el secretario general de Pastoral de la Movilidad de la CEP no es optimista sobre su éxito. «Es necesaria, pero no creo que impacte» en quien piensa en migrar.
Expulsiones y vías seguras
El aumento del flujo venezolano hacia Estados Unidos estaba alimentado por las noticias de que se les permitía quedarse y solicitar asilo. Los mensajes positivos de los migrantes —que también los hay— y la publicidad de las mafias en redes sociales hacían el resto. Pero el 12 de octubre, Estados Unidos anunció que, amparándose en el Título 42 —una norma sobre salud pública que se empezó a usar en la pandemia— expulsaría a México también a los venezolanos que cruzaran ilegalmente sus fronteras, sin dejarles solicitar asilo. Al mismo tiempo, se adelantó un programa para que entren legalmente 24.000 compatriotas si alguien en el país los avala y mantiene. Se sumarán a los que en 2021 se pudieron acoger al estatus de protección temporal, en vigor hasta 2024.
Tras el anuncio de las expulsiones, la madre Myriam Murcia, de las Hermanas de San Juan Evangelista, ha visto descender abruptamente el número de migrantes que se concentraban en Necoclí, al norte de Colombia, última parada antes del Darién. De 8.000 hace unas semanas, a 500 acampados ahora en la playa. «Muchos desistieron y se han vuelto a ciudades intermedias de Colombia, a Venezuela o al país donde estuvieran». Eso sí, quedan «los que no tienen dinero para volver», ni quizá casa, porque vendieron todo. «Y no hay cómo atenderlos». Las religiosas les dicen que «es mejor que se ajusten a la ley, porque si siguen insistiendo por la vía no legal corren el riesgo de ser deportados y no tener nunca la oportunidad de entrar». Les alertan también del riesgo de quedar varados en las calles de cualquiera de los países intermedios, como hay miles. De hecho, desde la Red Clamor Elvy Monzant denuncia que las expulsiones de Estados Unidos han creado un segundo tapón, esta vez político y social, en la frontera con México. Y pueden extender el caos por toda la región, y en Venezuela cuando empiecen a llegar los deportados. Pero en Necoclí, a Murcia le resulta difícil convencer a los que quedan. Algunos todavía «quieren arriesgar todo, porque es esto o nada».