El cordero de Dios que quita el pecado del mundo - Alfa y Omega

El cordero de Dios que quita el pecado del mundo

2º domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Juan 1, 29-34

Juan Antonio Ruiz Rodrigo
San Juan Bautista ve a Jesús desde lejos de James Tissot. Museo de Brooklyn (Nueva York).

El tiempo de Navidad ya ha terminado y, con este domingo, comenzamos el tiempo ordinario. Tras el tiempo litúrgico de las manifestaciones del Hijo de Dios que se hace hombre entre nosotros, antes de retomar la lectura continuada del Evangelio de Mateo, la liturgia de este domingo nos hace detenernos en otra epifanía de Jesús, una revelación del Señor a través de Juan el Bautista.

El pasaje evangélico nos presenta al Bautista que está predicando. Aunque el evangelista no lo diga expresamente, lo más probable es que la escena se refiera a cuando Jesús fue bautizado por Juan. De hecho el Evangelio señala que el Bautista vio a «Jesús que venía hacia él» (Jn 1, 29).

El evangelista Juan, que no describe la escena del Bautismo, informa sin embargo de un detalle muy importante que, en pocas palabras, describe la misión de Jesús. El Bautista dice a quienes lo siguen con entusiasmo, señalando a Jesús: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29).

En la Biblia el cordero es un símbolo de inocencia y sacrificio. En efecto, el Antiguo Testamento habla del cordero inmolado dos veces al día en el templo y del cordero pascual cuya sangre salvó a los primogénitos de los hebreos (cf. Ex 12, 3-28). El Bautista indica así claramente que Jesús, en quien no hay pecado, vino a quitar los pecados. Además, la primera lectura habla del «Siervo de Dios» que el profeta Isaías describe como una oveja llevada al matadero y en quien Dios carga la iniquidad de todos nosotros. E Isaías escribe que Él vino al mundo para ser la luz y la salvación del pueblo de Dios.

«El Cordero de Dios» —es decir, que pertenece a Dios, no un cordero que los hombres le ofrecen, sino que Dios mismo da a la humanidad— elimina, destruye, hace desaparecer el pecado del mundo y, por tanto, todas las culpas de la humanidad que la separan de Dios ¿De qué manera? Con su palabra reveladora, es decir, con la fuerza de su Evangelio, y, sobre todo, con el sacrificio de su vida.

Jesús es el único que quita el pecado y, por lo tanto, reconcilia con Dios, es decir, nos devuelve a la comunión con Él y nos da la fuerza para no pecar más. No hay ninguna situación trágica de distanciamiento de Dios ni pecado tan grave que Jesús no pueda borrar y transformar. Él es la revelación de la misericordia de Dios que es más fuerte que cualquier pecado y nos regenera con el perdón.

Hay otro aspecto relevante de la actividad de Jesús que señala el Evangelio de este domingo. Él es «El que bautiza en el Espíritu Santo», es decir, da el Espíritu, derrama la abundancia del Espíritu Santo. Se trata propiamente de sumergir en el Espíritu Santo, en la infinita plenitud de la vida, en el amor y la alegría de Dios. Es una unción real. Esto sucede en el Bautismo cristiano. Pero más generalmente significa el don permanente del Espíritu que el Resucitado, y solo Él, hace a la Iglesia y que brota de su muerte redentora.

Juan Bautista basa estas afirmaciones tan impactantes en la experiencia que tuvo inmediatamente después del Bautismo de Jesús: «Vio al Espíritu descender y posarse sobre él» (cf. Is 11, 2). Es decir, comprendió que Jesús, poseyendo el Espíritu en plenitud, puede a su vez comunicarlo. Pero, ¿quién puede dar el Espíritu Santo sino solo Dios? He aquí precisamente el último descubrimiento de Juan y, por tanto, su más alto testimonio: «Jesús es el Hijo de Dios».

En las palabras de Juan encontramos una profunda confesión de fe en Jesús. Y en las acciones y títulos que el Bautista aplica a Jesús, captamos la sorpresa y la alegría íntima del testigo, que se siente plenamente feliz de poder comunicar la revelación que ha recibido.

Reconozcamos con Juan Bautista que Jesús es el Salvador. Vivamos la Eucaristía dominical, donde la Iglesia hace presente la entrega sacrificada del Cordero, cuya sangre es derramada para el perdón de los pecados. Acerquémonos a la mesa de la comunión para llenarnos del Espíritu de Dios, pues también su Espíritu se nos da con su cuerpo y su sangre.

2º domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Juan 1, 29-34

En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: “Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo”. Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel».

Y Juan dio testimonio diciendo: «He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: “Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo”. Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios».