El Bautismo del Señor - Alfa y Omega

El Bautismo del Señor

El Bautismo del Señor / Mateo 3, 13-17

Juan Antonio Ruiz Rodrigo
Bautismo de Cristo de Lambert Sustris. Museo de Bellas Artes de Caen (Francia). Foto: María Pazos Carretero.

Evangelio: Mateo 3, 13-17

En aquel tiempo, vino Jesús desde Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara. Pero Juan intentaba disuadirlo diciéndole: «Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?». Jesús le contestó: «Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia». Entonces Juan se lo permitió. Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrieron los cielos y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una luz de los cielos que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco».

Comentario

El domingo siguiente a la fiesta de la Epifanía, antes del tiempo ordinario, la Iglesia celebra el Bautismo del Señor. Y al igual que la Epifanía, el Bautismo es, ante todo, la historia de una manifestación de la identidad de Jesús que nos hace contemplar su misión desde el comienzo de su vida pública hasta el final de su vida.

Ha habido un largo silencio desde la infancia de Jesús hasta este momento. ¿Dónde pasó Jesús su juventud? ¿Dónde aprendió a leer la Sagrada Escritura? ¿Dónde llegó a ser un hombre maduro? Los Evangelios no responden a estas cuestiones. Sabemos que, en los años inmediatamente anteriores a su Bautismo, Jesús fue discípulo del Bautista en el desierto de Judea, como afirma el mismo Juan en su predicación: «El que viene detrás de mí es más fuerte que yo».

En este seguimiento Jesús pide a Juan recibir la inmersión en las aguas del Jordán, poniéndose en la fila de los pecadores que quieren convertirse y volver a Dios. Se trata de la presentación de Jesús adulto, su primer acto público. Jesús es el Mesías, el ungido del Señor, es el Salvador de Israel, es el Hijo de Dios que vino al mundo, pero su primera manifestación es en la humillación, en el vaciamiento de sí mismo. Jesús no necesita el Bautismo para la remisión de los pecados, ya que Él no tiene pecado (cf. 2 Cor 5, 21; Hb 4, 15). Sin embargo, es contado entre los pecadores, como sucederá también en su muerte en cruz entre dos criminales (cf. Mt 27, 38). Jesús es «el Mesías» que contradice toda lógica humana que espera y desea que la venida de Dios se realice en esplendor, en gloria y en poder. Hace su primera aparición pública entre los pecadores, y será llamado «amigo de los pecadores» (Mt 11, 19), ya que los acogerá y vivirá entre ellos.

Sin embargo, Juan, que conoce la verdadera identidad de Jesús, anunciándolo como «el más fuerte que él», se niega a bautizar a Jesús en las aguas del Jordán. Pero después obedece en silencio a las palabras de Jesús, quien le recuerda la obediencia que ambos deben hacer a la misión recibida: ambos deben «cumplir todo lo que Dios quiere», es decir, corresponder plenamente a la voluntad de Dios.

Jesús, por tanto, es sumergido por Juan en el Jordán. Y al salir de las aguas, después de haberse identificado con la humanidad pecadora y habiendo cumplido este momento pascual de muerte, descenso a las profundidades y ascensión de las aguas —resurrección a la vida nueva, profecía de su Pasión y de su Pascua—, en ese instante, la palabra definitiva de Dios viene sobre Él. Los cielos se abren, es decir, se produce la comunicación entre Dios y la tierra; el Espíritu Santo desciende del cielo como paloma, suavemente, sobre Él; y una voz proclama: «Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto». Esta declaración de la voz de Dios desde arriba es una revelación: es el Hijo, como está escrito en el salmo 2, 7 (el Mesías real); pero también es el Hijo amado, como Isaac en la hora del sacrificio (cf. Gn 22, 2), y es el Siervo en quien el Señor se complace y sobre quien derrama el Espíritu (cf. Is 42, 1).

Celebremos la fiesta del Bautismo del Señor, y recordemos nuestro propio Bautismo, el sacramento de la vida nueva. El Bautismo de los cristianos ya no es el del Bautista, ya no es un Bautismo en el agua del Jordán: es un Bautismo en la Muerte y Resurrección de Jesús y, por tanto, muy diferente de los ritos de conversión que Juan practicaba para los que le seguían y esperaban la salvación de Dios. Pablo lo explica muy bien en su Carta a los Romanos: «Los que por el Bautismo nos incorporamos a Cristo fuimos incorporados a su muerte. Por el Bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6, 3-4).