La verdad es el único punto de encuentro para dos hombres libres. No hay otro terreno sobre el que echen raíces el amor ni la auténtica amistad, ni puede perdurar contra ella sociedad humana alguna, sin precipitarse, más pronto que tarde, hacia su colapso. Hemos sido «creados para conocer la verdad, y encontrar en esta verdad nuestra libertad última y el cumplimiento de nuestras aspiraciones humanas más profundas», decía Benedicto XVI en Hyde Park, citando al hoy beato John Henry Newman.
Pero la verdad es inmensa. No admite ser encerrada entre las cuatro paredes de una ideología, y en cambio, pide fidelidad total. Por eso, quienes realmente son sus amigos nunca hacen ostentación, porque, en su sabiduría, conocen las flaquezas humanas. «No puede haber separación entre lo que creemos y lo que vivimos», nos ha enseñado Newman por medio del Papa. Uno no busca la verdad cómodamente sentado en un sillón, porque en esa búsqueda nos va el todo por el todo: la propia salvación.
Sólo un gran intelectual como Newman pudo comprender tan nítidamente las limitaciones de la razón teórica, unas limitaciones, paradójicamente, que realzan su importancia: la realidad es una sola, y las ideas están para ser vividas; no son superfluas. «Lo que hacemos» en nuestra vida concreta —prosiguió Benedicto XVI en la noche de Hyde Park— no es tanto aceptar la verdad en un acto puramente intelectual, sino abrazarla en una dinámica espiritual que penetra hasta la esencia de nuestro ser». Es posible que no entendamos aún muchas cosas. Pero cualquiera comprende «el testimonio de una vida íntegra, fiel y santa; y los que viven en y por la verdad instintivamente reconocen lo que es falso y, precisamente como falso, perjudicial para la belleza y la bondad que acompañan el esplendor de la verdad».