El cardenal Pell cuenta su paso por la cárcel: «Nunca me sentí abandonado» - Alfa y Omega

El cardenal Pell cuenta su paso por la cárcel: «Nunca me sentí abandonado»

Desde su condena en febrero de 2019 hasta su absolución en abril de este año, el cardenal Pell pasó 13 meses en dos cárceles australianas. Todo el tiempo estuvo aislado, dado el riesgo de que sufriera agresiones, al haber sido condenado por abusar de menores. El rechazo de los presos hacia este delito le permite reflexionar sobre cómo «la ley natural emerge a través de la oscuridad»

Redacción
Foto: CNS

«Hay mucha bondad en las cárceles. Me impresionó la profesionalidad de los guardias, la fe de los prisioneros y la existencia de un sentido moral incluso en los lugares más oscuros». Tres meses después de ser puesto en libertad, el cardenal George Pell, prefecto emérito de la Secretaría de Economía del Vaticano, ha compartido la experiencia de los 13 meses que pasó en prisión.

En un artículo que publica First Things, el prelado australiano comparte algunas de sus impresiones desde que en febrero de 2019 ingresó en la cárcel de valoración de Melbourne tras ser condenado por abusos sexuales, hasta que después de diez meses allí y de tres en la prisión de Barwon, fue absuelto y puesto en libertad en abril de 2020. Durante todo ese tiempo permaneció aislado para evitar que pudiera sufrir ataques por parte de otros presos, dada la «antipatía» de los convictos hacia los condenados por delitos sexuales contra niños.

Solo ocurrió una vez, cuando recibió insultos y un escupitajo a través del ventanuco que separaba el recinto donde paseaba de otro contiguo. Más allá de la sorpresa y el enfado inicial, el rechazo generalizado a este tipo de delitos permitió al cardenal reflexionar sobre cómo El «desprecio» que sienten «incluso los asesinos» hacia quien viola a niños «irónicamente no es malo, ya que expresa una creencia en que existen el bien y el mal».

Unidad 8, celda 11

Celda 11, unidad 8, quinta planta. Fue en la que pasó más tiempo el también arzobispo emérito de Sidney. Un espacio de 16 metros cuadrados amueblado con relativa comodidad: un par de estantes, tetera, televisión, lavabo, ducha bien surtida de agua caliente y, «a diferencia de en muchos hoteles pijos, una lámpara de lectura encima de la cama», describe con humor. Eso sí, el colchón no era lo suficientemente denso, y el cristal esmerilado de la ventana solo le permitía distinguir el día de la noche, pero no ver nada.

A pesar de no ver nunca a sus compañeros, sí podía oírlos. Recuerda los gritos, furiosos o angustiados, de algunos; sobre todo, de los que sufrían alguna adicción. «La primera noche creo que oí a una mujer llorar; otro preso llamaba a su madre».

Discusiones sobre su caso

De la misma forma, fue también testigo de las discusiones entre los internos que creían que era culpable y los que estaban dispuestos a defenderlo. «Un defensor proclamó que estaba dispuesto a respaldar al hombre que había recibido apoyo público de dos primeros ministros».

También «la mayor parte de los guardias de ambas prisiones reconocían que era inocente». Independientemente de esto, pues también había otros más «hostiles», el cardenal Pell alaba la profesionalidad de todos ellos. «Los presos no me sorprendieron mucho. Ellos sí», reconoce. «Si hubieran guardado resueltamente silencio», como los que custodiaron durante meses al cardenal Van Thuân en Vietnam, «mi vida habría sido mucho más difícil».

El arzobispo recuerda con especial gratitud al director del centro penitenciario de Melbourne. Cuenta que, después de que el Tribunal Supremo de Victoria rechazara su apelación, se sintió tentado de no recurrir al Alto Tribunal de Australia. «Si los magistrados solo iban a cerrar filas, no necesitaba cooperar en esta charada tan cara». Al comentarlo con el responsable del centro, «un hombre más alto que yo y muy directo, él me exhortó a perseverar. Me animó».

Sin excusas para no rezar

Sobre cómo pasaba el tiempo cotidianamente, el cardenal reconoce que se quedó sin «excusas de que estaba demasiado ocupado para rezar». De hecho, el horario regular de oración, con la ayuda del breviario, «me sostuvo». Recibía la comunión cada semana y participó en la Eucaristía cinco veces. Pero, lamenta, nunca pudo celebrarla; ni siquiera en Navidad o Pascua.

«Nunca me sentí abandonado, sabiendo que el Señor estaba conmigo» y que «mi sufrimiento no tenía por qué carecer de sentido», ya que «podía unirme con nuestro Señor». Después de decir durante años a quienes sufrían que «también el Hijo de Dios pasó pruebas en este mundo, ahora eso me consolaba a mí mismo». De ahí sacaba el impulso para rezar «por amigos y enemigos, por mi familia y quienes me apoyaban, por las víctimas de abusos sexuales, por mis compañeros de la cárcel y los guardias».

En la cárcel no se blasfema

No era el único al que la fe daba fuerza, asegura el prelado. «Muchas mañanas oía los cánticos de la oración musulmana». También subraya que, aunque el lenguaje era rudo, no solía escuchar maldiciones o blasfemias. «El prisionero al que consulté sobre esto pensaba que era un signo de fe, más que de la ausencia de Dios. Sospecho que, por su parte, los presos musulmanes no tolerarían la blasfemia».

Durante su año en la cárcel, y dada la notoriedad de su caso, tuvo ocasión de mantener correspondencia con internos de otros centros, que le escribían. Algunos le conocían de cuando, siendo obispo, había visitado sus cárceles. Otros tenían una fe profunda, como un devoto de san Pío de Pietrelcina. «Uno solo me decía que estaba perdido y en la oscuridad, y si le podía sugerirle un libro. Le recomendé que leyera el Evangelio de Lucas y la primera carta de san Juan».