El cardenal Osoro a los internos de Soto del Real: «No estáis solos, tenéis una Madre»
«Ningún ser humano debe tener más etiqueta que esta: ser hijo de Dios»
«No se olvide de nosotros». Tímido, pero audible, uno de los internos de Soto del Real que acaba de interpretar, junto al coro, la Misa de la Virgen de la Merced en el salón de actos, se despide del arzobispo Madrid, cardenal Carlos Osoro, que ha presidido la celebración. Con toda la ilusión, con poco tiempo para ensayar, el coro (cuatro voces, dos guitarras, una batería y un piano) han interpretado las canciones de una Eucaristía en la que han participado más de 300 personas.
«Evangelio es abandonar tu vida en manos de Cristo», han cantado antes de la proclamación del Evangelio. «Es mirar al cielo con ojos de niño». Ese cielo que se ve desde los patios de la cárcel y a través de los barrotes de las ventanas de los módulos en una prisión, Madrid V, que ha celebrado este viernes, 23 de septiembre, con un día de adelanto y por todo lo alto, la fiesta de la patrona de los presos y de instituciones penitenciarias: Nuestra Señora de la Merced.
«Cuando tengáis momentos de tristeza —ha animado el arzobispo a los internos durante la homilía—, no os olvidéis de que no estáis solos, tenéis una Madre». Se refiere a la Virgen María, de la que hay un mural permanente en este salón de actos de Soto, en su advocación de Guadalupe. «La regaló la familia de uno de los internos», nos aclara al concluir Paulino Alonso, capellán de Soto desde hace 24 años.
El arzobispo les señala, sin embargo, la talla de la Merced colocada junto al altar. María sostiene en su brazo izquierdo al Niño Jesús. Sugiere a los presentes, en lenguaje ignaciano, que hagan una «composición de lugar: ese soy yo, en brazos de María», siguiendo la dirección marcada por su otra mano, la derecha, que indica «el camino por el que tenemos que andar».
Que no es otro que el de proclamar, como en el magníficat del salmo, «la grandeza del Señor». ¿Cómo? «Con la vida», también dentro de los muros de la prisión, siguiendo aquello por lo que se distinguían, les ha contado, los primeros cristianos: por cómo se amaban, se querían, se ayudaban los unos a los otros, «sin poner etiquetas». «Ningún ser humano debe tener más etiqueta que esta: ser hijo de Dios».
La Eucaristía, espacio de libertad
Como el cardenal Van Thuan, les ha contado, que durante su cautiverio hizo que la cárcel se convirtiera «en un lugar de fraternidad», así «os invito yo a esto en este día». También les ha recordado que «hemos sido enviados para dar la Buena Noticia», que es el propio Jesucristo, «un modo de ser, de vivir y de comportarnos». Este tiempo de prisión, ha asegurado a los internos, «puede ser tiempo también para diseñar la vida» según estos parámetros, «para encontrarnos con Nuestro Señor, para tomar decisiones fundamentales en la vida».
Silencio sepulcral en un auditorio que escuchaba las palabras con respeto, que rezaba el padrenuestro con unción, quizá recordando esas palabras del cardenal Osoro, «todos somos hermanos», y que comulgaba con devoción. Es el de la Eucaristía el espacio de libertad de los internos, como señala el capellán. Ese en el que Dios se hace presente, dentro de los enrejados, las alambradas y los muros, para liberar al hombre. «Dios no estorba», ha enfatizado el purpurado; «Dios no es alguien que esclaviza», «no nos quita la libertad, Dios da libertad».
Junto al arzobispo han concelebrado, entre otros, el vicario para el Desarrollo Humano Integral y la Innovación, José Luis Segovia, y el vicario de la Vicaría VIII, el padre Ángel Camino, OSA, además del propio capellán de Soto. En la Misa han participado también el director y la subdirectora del centro penitenciario, así como el jefe de Seguridad de la prisión, que ha acompañado al cardenal Osoro a lo largo de toda la visita.
«Hablamos, padre»
Además de los miembros del coro, muchos internos han querido saludar al cardenal Osoro al concluir la Misa. Le piden su bendición, le agradecen su presencia. Como habían hecho, momentos antes de la Misa, los internos de Enfermería. Un módulo con área de psiquiatría, enfermos graves (muchos de ellos oncológicos, algunos terminales) e infecciosos (COVID, tuberculosis, sarna, hepatitis…) en el que hay cerca de 50 pacientes.
Allí esperaban al purpuado con ganas. Muchas ganas. Para ellos es todo un acontecimiento. «Yo estoy bien, padre, dentro de poco saldré en libertad» o «tratamos de estar bien para salir pronto de aquí», o «intentamos tirar pa’lante cada día», le cuentan.
Hay habitaciones recién limpiadas, en las que aún se ven los productos higienizantes por medio. Las han preparado para un día que es especial para ellos. La vida de los pacientes se ve en sus mesillas. «Son mi mujer y mi hija», explica uno de ellos, natural de Cali (Colombia), enseñando un mural de fotos con borde de purpurina rosa. En una cama ha quedado abandonado un libro de salmos. Otro enfermo le muestra al cardenal Osoro un gran dibujo de un Jesucristo que ha hecho con granos de café molidos, y que tiene sobre su cama. El compañero cultiva cuatro plantas en maceteros hechos con botellas de plástico: tomates, melón… «Para cuando salga».
«Que tenga feliz día», se despide uno de ellos. Otro lo hace con un confiado y familiar «hablamos, padre». El purpurado escucha otro deseo: «Que Dios le siga cuidando, le siga dando mucha salud y también felicidad». Y reza un padrenuestro, de la mano, con un hombre que padece esquizofrenia. Bendice a unos y a otros, les pregunta de dónde son y los anima. «Muchas gracias por la visita, se agradece muchísimo», le responden.
La figura del interno de apoyo
En el módulo, los pacientes ocupan habitaciones de cuatro o cinco camas, y están permanentemente acompañados por un interno de apoyo. Un preso de confianza que cuida de todos y de todo, y que es imprescindible para los funcionarios, porque «nosotros a todo no llegamos». Uno de estos internos es Rober, en Enfermería 19 de los 20 meses que lleva en Soto, porque trabajaba en la UVI de un hospital madrileño.
Es, además, el encargado del economato del módulo. Lo tiene impecable; nada que envidiar la pulcritud de su cafetera con la de los mejores restaurantes de Madrid. «Todas las noches me quedo limpiando», reconoce.
Lo que le ha tocado vivir a Rober solo él lo sabe. «He salvado vidas», explica, como si tal cosa, mientras relata las diferentes modalidades de intentos de suicidio que ha evitado. No son fáciles los presos enfermos.
Por eso, internos como Rober «pagan tres veces más de condena», observa uno de los funcionarios. Por la labor que hacen, que no solo es evitar problemas, sino también generar esa fraternidad a la que se refería el purpurado en la homilía. «Yo ducho a la gente», los acompaña… El funcionario lo tiene claro: «El que se quiere reinsertar, se reinserta».