Que «hay más cosas en el cielo y en la tierra que las que sueña la filosofía» ya lo dijo Hamlet. Por ello, no pocos filósofos contemporáneos recurrieron a la poesía, hartos de abstracción y hambrientos de realidad. El camino de vuelta «a las cosas mismas» solo podía ser lírico. Como ellos, Jorge Bustos se sitúa ante el agotamiento de un periodismo desconectado de «esencia lingüística del oficio» y desasido del mundo. Y como en un ejercicio catártico, trata de pisar el prístino suelo de los inicios del lenguaje: «En el principio el hombre necesitó la poesía para poseer el mundo, principalmente sus partes invisibles. Las poseía en la medida en que las bautizaba».
Esto lo dice en su nuevo libro Asombro y desencanto (Libros del Asteroide, 2021); pero lo hace historiando nuestra política cada semana con su sinfónico balanceo entre mito y logos. Eso sí, con esta obra nos revela su fuente. Como sus artículos, el libro es literatura –dos viajes, a La Mancha y a Francia– y es política; o dicho de otro modo, si llegan a ser política es porque son verdadera literatura: «Lo primero que hay que hacer para fundar una nación es imaginarla. Lo segundo, administrarla racionalmente». Si escribe de ese modo es porque «debemos salvar el asombro si queremos salvar la cordialidad de la civilización. […] Si la imaginación sobrevive, las palabras volverán a cumplir su función social». La literatura conforma su aportación al desierto de la política española, «donde la ficción no es un lujo, sino primera necesidad».
La lucha por maridar ambos mundos se despliega en su propio interior, donde el periodista trabaja «por desbrozar la frondosa actualidad» y el escritor que nunca dejó de ser trata de «sembrar dudas». La contradicción es solo aparente; se trata del jugoso contraste. Cultiva la política, esto es, la hace cultura trabando «la complicidad entre la naturaleza y el arte, entre la materia y el espíritu, entre la crudeza de los elementos y el empeño del hombre en ceñirlos».
Nada más lejos de la mal llamada guerra cultural: la positiva ambigüedad de la metáfora abre la pluralidad del mundo en el lenguaje, dando espacio a la libertad: «Quien crea activamente significados en su imaginación, que así se robustece, desarrolla empatía, se pone en la piel de los demás». Por el contrario, la univocidad enjuta de los conceptos ideológicos que se blanden en dicha batalla, encorseta lo real y enajena el mundo. Si «la locura es hija de la falta de imaginación, no de su exceso», quizá fue el «Quijote una terapia contra la propia locura incipiente del recluso» Cervantes.
Con todo, sería inocente no prevenirse contra los excesos: «Las plantas se secan cuando se riegan demasiado, y la planta cerebral de Alonso Quijano quedó anegada en novelas de caballería». La imaginación decae en ensoñación cuando la alegoría sustituye la realidad, como la república catalana o el imperio feminazi. Es una suerte de barroquismo, en el que late siempre «un luciferino fondo de rebeldía, un deseo de suplantar a Dios para mejorar su obra». Por eso, conviene «cierta prevención hacia lo barroco» en busca del clasicismo, una lírica sin lirismo, «la idea del límite, de la contención, del buen tono, de la expresión justa».
Él mismo dice no haber estado atento contra esa tendencia hace pocos años. De hecho, por momentos aún pierde algo el tono, cuando reduce el mundo real y libre al liberalismo afrancesado. Por mucho que matice, hacer coincidir la realidad con una determinada ideología no deja de obstaculizar el asombro, que despoja al mundo de todo encantamiento. Pero –y de ahí la gracia– su obra literaria le supera, porque trasciende su pensamiento político y alberga el nuestro, porque ha recuperado el mundo para todos.
Jorge Bustos
2021
224
18,95 €