«El cáncer de mi hija es más agresivo por el estrés» - Alfa y Omega

«El cáncer de mi hija es más agresivo por el estrés»

Hay 50 personas apretujadas en una sala del ala de oncología pediátrica del hospital de Kiev. Allí niños y padres esperan a que se apaguen las alarmas, aunque no todos tienen ese tiempo

Giammarco Sicuro
Diferentes momentos del día a día de los pequeños con cáncer en el hospital de Kiev. Foto: Giammarco Sicuro.

El pasillo está lleno de gente, tanta que las enfermeras apenas consiguen llegar a los jóvenes pacientes tumbados en el suelo. Algunos de ellos llevan vendajes muy gruesos, otros tienen puesto el gotero o diversos instrumentales médicos. Un niño es transportado en una camilla y su madre lo cuida con delicadeza, arropándolo con una manta hasta el cuello.

Este es el único lugar seguro de todo el hospital, dado el grave estado de los pacientes, motivo por el que no pueden acceder al búnker. Estamos en el ala de oncología pediátrica del centro hospitalario de Kiev, las personas en el suelo son niños con cáncer, y, junto a ellos, están sus padres. Una multitud de unas 50 personas, apretujadas en un espacio pequeño y oscuro. «Ha sonado la alarma antiaérea porque los rusos están atacando la ciudad con drones», explica Lilia. Ella es psicóloga y relata la situación sin interrumpir su actividad. Mientras habla, saca un juego de mesa de una gran caja y explica las normas a una niña que escucha y asiente. La pequeña se llama Anastasia, tiene unos 8 años y la cabeza rapada. Tiene una vía intravenosa en el brazo y, por lo que me cuentan, lleva meses luchando contra un cáncer en estadio muy avanzado. «En las últimas semanas, los ataques a la ciudad son prácticamente diarios», añade la psicóloga.

Foto: Giammarco Sicuro.

La alerta comienza mientras documentamos la actividad de los médicos y enfermeros del único hospital ucraniano donde aún se tratan tumores sólidos. Un trabajo que es posible gracias a Soleterre, una ONG italiana que periódicamente transporta aquí medicamentos, tratamientos e instrumental no disponible de otro modo. «En los menores el cáncer se desarrolla muy rápido y, si no intervenimos enseguida, para ellos no hay esperanza», nos dice un poco antes del ataque Grigorij Klivniuk, director del departamento. El hombre parece exhausto y triste, portador de un grave agotamiento físico y psicológico tras meses de trabajo para garantizar la supervivencia de los niños. «En esta estructura tratamos todos los tipos de cáncer, a excepción de los linfomas y las leucemias», explica el médico. «La ONG italiana cubre muchos gastos; así, los pacientes reciben pastillas y medicamentos que de otro modo no estarían disponibles y los médicos podemos contar con la asistencia de algunos oncólogos italianos».

Más tarde, el doctor Klivniuk nos lleva a una sala contigua, donde conocemos a Anna y a su hija Vyra. «La otra noche no podía dormir. De repente, oí un ruido muy fuerte. Me levanté y vi un dron por la ventana: estaba a pocos metros de nosotros». Anna nos cuenta así uno de los últimos ataques sucedidos ante sus ojos y los de Vyra, de 15 años. Padece un sarcoma de Ewing, una enfermedad muy rara y agresiva que requiere tratamiento continuo en un entorno protegido y relajado. «Mi hija estaba mejorando, pero el cáncer se ha vuelto otra vez agresivo y es culpa de todo este estrés», añade Anna entre lágrimas. Unos segundos después salta la alarma, obligando a todos a ponernos a cubierto en el pasillo. «En estos casos seguimos la regla de los dos muros», sigue explicando la psicóloga, mientras prepara en el suelo nuevos juegos de mesa. Esta regla, bien conocida en Ucrania, consiste en permanecer en el suelo, lejos de puertas y ventanas. Por eso los niños pasan aquí mucho tiempo, sentados o tumbados, esperando a que amainen los bombardeos y las alarmas. «Estamos muchas horas al día así y es realmente aburrido», dice Vyra. La chica lleva la cabeza cubierta y tiene la mascarilla puesta, para protegerse de bacterias e infecciones. Lo único que veo de ella son sus ojos, agotados por el duro tratamiento al que tiene que someterse a diario. «Desgraciadamente, las alarmas nos obligan a interrumpir las actividades médicas y esto reduce la tasa de supervivencia de los niños», explica el director del departamento.

Foto: Giammarco Sicuro.

Los menores necesitan movimiento y ejercicio constante, pero las alarmas obligan a todos a una espera perpetua, incluidos los fisioterapeutas que veo sentados en el suelo, al otro lado del pasillo. A mi lado está Vyra, ocupada trenzando unas cintas de colores. «Mi madre me enseñó», dice la joven. Teje dos cintas, una azul y otra amarilla, y cuando termina el trabajo la ata alrededor de la muñeca de Andrii, mi traductor ucraniano. Un regalo que Anna y Vyra hacen a todo el mundo: desde voluntarios hasta pacientes, pasando por el personal médico. «En pocas semanas hemos hecho ya 200 pulseras», añade satisfecha la muchacha.

Pero su sonrisa se apaga inmediatamente por una fuerte explosión que hace vibrar la estructura. Se trata del fuego antiaéreo que puede haber interceptado y destruido uno de los drones. El fuerte y repentino ruido aterroriza a muchos de los niños que yacen en el suelo: algunos lloran, consolados por sus padres. Esto también le ocurre a Nadia, sentada a mi lado con su madre. La mujer la mima con suaves caricias, desde el pelo hasta las mejillas, y luego la atrae hacia sí en un gesto de total afecto. Me acerco y les hago algunas preguntas. «Venimos de un pueblo del Dombás», dice la mujer, «pero desde hace unas semanas mi hija está hospitalizada aquí». Mientras habla conmigo, la madre no deja de acariciar a la niña, quien tiene una mirada de miedo por las explosiones y la situación incierta.

—¿Qué piensas de los rusos que os están bombardeando?

—Ni siquiera sé qué decirte.

Foto: Giammarco Sicuro.

Es entonces cuando Anna se acerca de nuevo y me muestra un vídeo en su móvil. En las imágenes, la reconozco a ella y a otras madres de este pasillo. «Es una petición que hemos enviado a los rusos para que dejen de atacar la ciudad», dice la mujer. Al escuchar el emocionante mensaje, Anna se conmueve de nuevo y unas lágrimas le mojan el rostro. «¡Pero no nos hicieron caso!», añade.

Ya han pasado más de tres horas y los pequeños muestran los primeros signos de impaciencia. Afortunadamente, la alarma ya ha cesado y la sala se reactiva inmediatamente. Los fisioterapeutas cogen de la mano a dos niños muy pequeños. Ambos tienen 4 años y sus cabezas completamente afeitadas los convierten prácticamente en gemelos. El especialista los conduce a una sala y comienza con ellos algunos ejercicios. Los dos siguen esos movimientos con una sonrisa, como si fuera un juego, pero luego empiezan a llorar desesperados, sintiendo malestar y dolor. Sus madres los consuelan, mientras el jefe de departamento vuelve a decirnos: «Nuestro único objetivo es resistir y seguir salvando vidas. Decid en Europa que cada donación es un pequeño pero importante gesto en esta dirección».

RELACIONADO