El camino de las bienaventuranzas
Solemnidad de todos los santos
El capítulo quinto de san Mateo inaugura el conocido sermón de la montaña, en el cual Jesús describe cuáles son las condiciones para su seguimiento. La introducción no nos da demasiada información sobre las circunstancias de este anuncio, pero nos aporta datos significativos. En primer lugar, Jesús no aparece solo, o con varios o todos los apóstoles, sino que está ante «el gentío», lo cual indica que el mensaje de Jesús no va a estar circunscrito a un grupo escogido ni delimitado previamente, como podía ser el de los doce o el grupo de discípulos que lo acompañaba habitualmente en su predicación. En segundo lugar, «subió al monte». Mencionar este lugar elevado significa mucho más que una noticia geográfica. Aparte de constituir la montaña en las tradiciones religiosas un puesto privilegiado donde Dios está presente y se manifiesta, además, para los judíos, –comunidad a la que se dirige en particular el Evangelio de Mateo–, el monte rememora al Sinaí, desde donde el Señor comunicó su ley a través de Moisés. Jesús, nuevo Moisés, será ahora el nuevo legislador, quien «se sentó», especificando con el hecho de sentarse un gesto de autoridad similar al que realizaban los maestros en la Antigüedad, que enseñaban en esta posición. De hecho, la Iglesia continúa hoy con la tradición de que los obispos puedan predicar sentados desde su cátedra, como maestros del pueblo de Dios al que explican la Palabra que ha sido proclamada.
La enseñanza de una vida
Establecida la nueva ley para el nuevo pueblo escogido, que es la Iglesia, se propone un itinerario de seguimiento concreto. Frente a la multitud de preceptos que conocían los judíos, muchos de ellos excesivamente minuciosos y complicados, Jesús ofrece un manual de vida cristiana, a través del cual se puede alcanzar el camino de santidad de un modo concreto. En el Evangelio aparece una multitud escuchando la predicación del Señor. Así pues, la escucha de su Palabra se convierte en una condición necesaria para acceder a la felicidad. Del mismo modo que humanamente conocemos algo a través de la transmisión de un saber realizado por otra persona, la fe no funciona de modo diferente; se sirve también de algo tan sencillo como pasar la palabra de unos a otros. Con relación a la multitud de personas que escuchan a Jesús, la primera lectura de este domingo permite asociar, en cierta medida, a quienes escuchan al Señor en el monte con la «muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas». Pocas frases en la Biblia expresan con tanta nitidez cómo todos estamos llamados a participar de esta bienaventuranza eterna.
La pobreza y la justicia
«Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos» es la primera bienaventuranza. En cierto sentido, en este enunciado se condensa el resto de la enseñanza que el Señor nos presenta este domingo. En efecto, solo puede ser dichoso, no solo en la vida futura, sino también en esta, quien ha puesto toda su confianza en el Señor. Y ello pide un desprendimiento completo por nuestra parte, de tal modo que va más allá de un simple evitar la codicia de los bienes materiales. El que así vive puede sentirse atraído por las cosas de arriba, al mismo tiempo que su corazón no está preocupado por lo que le pueda faltar, puesto que sabe que todo lo recibe del Señor. Con ello se favorece la caridad y la fraternidad con los hermanos. Solo así uno puede sentirse lleno del amor de Dios y se capacita para amar al Señor y al prójimo. La misma bienaventuranza se augura a quien es perseguido por causa de la justicia. Esta ha de ser entendida no simplemente como el dar a cada uno lo suyo. Más bien se refiere al cumplimiento de la voluntad de Dios, que aparece expuesto en el resto del pasaje evangélico, mediante las demás bienaventuranzas.
En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos. Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo».