El asombro de los ángeles - Alfa y Omega

El asombro de los ángeles

Solemnidad de la Ascensión del Señor / Evangelio: Lucas 24, 46-53

José Rico Pavés
La Ascensión, de Giotto. Capilla Scrovegni, Padua.

Jesús asciende ante el asombro de los ángeles a lo más alto del cielo. No falta razón a quienes, en la antigüedad cristiana, se refieren a la Liturgia como vida del cielo en la tierra. ¿Cómo podríamos conocer el asombro de los ángeles si el cielo no hubiera entrado en la tierra? En la solemnidad de la Ascensión del Señor, la Liturgia nos habla de victoria, esperanza y alegría exultante. Lo que asombra a los ángeles, llena de vida a los hombres.

La ascensión de Jesucristo es ya nuestra victoria. Así son los misterios de la vida de Cristo: nos revelan su verdadera identidad y nos comunican la salvación. Cuarenta días después de mostrarse a los discípulos bajo los rasgos de una humanidad ordinaria, que velaba su gloria de Resucitado, Jesús sube a los cielos y se sienta a la derecha del Padre. La humanidad asumida por el Verbo entra así definitivamente en el dominio celestial de Dios. La ascensión es subida porque conlleva elevación: la humanidad corruptible participa para siempre de la gloria incorruptible de Dios. La ascensión es para sentarse a la derecha, es decir, para que el Hijo reciba en su humanidad la gloria y el honor que posee desde siempre por ser Dios. Elevado y sentado Jesucristo, Dios y hombre verdadero, reina para siempre, como Señor del cosmos y de la Historia. Mientras aguardamos su venida en gloria, la vigilancia nos hace partícipes de su victoria.

La ascensión de Jesucristo fortalece nuestra esperanza. Donde nos ha precedido Él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su cuerpo. Podemos esperar porque sabemos que, al final de nuestra vida terrena, hay quien nos espera. Antes de subir al cielo, Jesús recuerda lo que estaba escrito. El Señor cumple sus promesas. Su fidelidad sostiene nuestra esperanza: el que ha comenzado en nosotros la obra buena, también la llevará a término. Anterior a la ascensión es la misión: los discípulos predicarán la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos en nombre del Señor. Jesús convierte a los suyos en portadores de esperanza. Para los discípulos de Jesucristo, esperar significa actuar en su nombre.

La ascensión de Jesucristo llena a los discípulos de gran alegría. Extraña paradoja: el Maestro se aleja para permanecer de una forma nueva. No se llora la ausencia de quien se queda. Se celebra el gozo de la nueva presencia. La promesa del Paráclito es cierta. No hay abandono, sino precedencia. Donde está la cabeza estarán los miembros. Jesús se separa mientras bendice a los suyos y los discípulos se postran ante Él. La alegría necesita adoración y reconocimiento. Después de resucitar, Jesús se ha dejado ver y oír para confirmar en la fe a los apóstoles y discípulos que tendrían que ser sus testigos en medio del mundo. Durante cuarenta días, la gloria del Resucitado permanece aún velada, aunque su humanidad ya revela el triunfo sobre la muerte. El acontecimiento de la ascensión, a la vez histórico y trascendente, supone el paso a una situación nueva. Jesucristo, habiendo entrado una vez por todas en el santuario del cielo, intercede sin cesar por nosotros como el mediador que nos asegura permanentemente la efusión del Espíritu Santo. Así, por el sacerdocio eterno de Cristo, el mundo entero se desborda de alegría y también los coros celestiales, que no esconden su asombro.

Solemnidad de la Ascensión del Señor / Evangelio: Lucas 24, 46-53

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:

«Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto.

Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre; vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto».

Y los sacó hasta cerca de Betania, y, levantando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo.

Ellos se postraron ante Él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.