El amor del Hijo entregado - Alfa y Omega

El amor del Hijo entregado

Domingo de la 9ª semana de Tiempo Ordinario. La Santísima Trinidad / Juan 3, 16-18

Juan Antonio Ruiz Rodrigo
Santísima Trinidad. Iglesia de la Santísima Trinidad en Londres (Inglaterra). Foto: Lawrence OP.

Evangelio: Juan 3, 16-18

Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios.

Comentario

El domingo pasado celebramos Pentecostés, la venida pública del Espíritu Santo y el nacimiento de la Iglesia. Terminamos así el tiempo pascual. Entramos este domingo en el tiempo ordinario con la celebración de la Santísima Trinidad. Es el domingo para confesar al Dios verdadero: al Dios único, pero plural en personas. Al Dios que es la comunión más perfecta que pudiéramos imaginar. O mejor dicho, que no podemos llegar a imaginar completamente. Invocamos al Padre por medio de Jesucristo, el Hijo entregado, unidos a Él y siempre en la unidad del Espíritu Santo.

Proclamamos este domingo un pasaje del Evangelio de Juan. Nos encontramos en el contexto de la conversación nocturna entre Jesús y Nicodemo (cf. Jn 3, 1-21), un maestro de Israel que representa la sabiduría judía en diálogo con Jesús. Es un diálogo difícil para Nicodemo, que tiene fe en Jesús pero le cuesta aceptar la novedad de su persona y de su mensaje. Nicodemo habla con Jesús. Y en un momento determinado el evangelista pone estas palabras en boca de Jesús. Expresan lo mismo que presenta el libro del Éxodo en la primera lectura de este domingo: «Dios es compasivo y misericordioso».

El amor de Dios no tiene límite. ¿Cómo podría tener límite un amor en el cual y mediante el cual Dios entrega a su Hijo querido al mundo? ¿Qué más puede darnos Dios? Como dice la carta a los Romanos, el Dios que ha entregado a su Hijo, ¿es nuestro enemigo? (cf. Rm 8, 32). La entrega del Hijo es la verdadera revelación de Dios. Ese es Dios: esa es la Trinidad Santa.

Pero ha entregado al Hijo por amor, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna. Y seguidamente lo dirá de forma negativa: Dios no mandó a su Hijo al mundo ni para juzgar ni para condenar. ¿Cómo puede ser juez un padre? Un padre no juzga. Es cierto que habrá un juicio final, pero no es un juicio forense, con un código, con una norma… Es el Padre que nos ilumina para que veamos nuestra realidad. Por eso Dios no mandó a su Hijo al mundo para juzgarlo, sino para que el mundo se salve por Él.

Y a continuación dirá algo que parece limitar, pero que en realidad no limita: el que cree en Él no será juzgado. ¿Cómo va a ser juzgado quien es miembro del Cuerpo de Jesús? Si estoy entrañado, incorporado a Cristo Jesús, ¿cómo puedo ser juzgado? ¿Por quién? El que no cree tampoco necesita juicio, ya está juzgado: ha rechazado la salvación. No hace falta un juicio. Él se ha excluido.

Debemos tener cuidado con las apariencias, porque una cosa es decir o sentir que yo no creo y otra cosa diferente es que en el fondo del corazón no esté la fe. Solo Dios sabe. Eso hasta el momento final, hasta esos instantes últimos de nuestra vida en que todavía existe la persona no se define ese «creer» o «no creer».

Ahora bien, el «no creer», el rechazar al Hijo, el no aceptar la bondad del Padre y su perdón, es ya juzgarse a sí mismo, es separarse del que es la raíz de nuestra vida, del que nos está sosteniendo en el ser, del que nos está llenando de amor. No haría falta juicio ninguno.

Por tanto, el Evangelio de este domingo presenta la revelación de la Trinidad: el Padre es el origen, el Hijo es el entregado y el Espíritu no aparecerá nunca en primer plano, pero es la corriente interna que se manifiesta en la comunión, en la unidad, en la paz, en la fraternidad.

Hemos sido creados a imagen de Dios. Tenemos la marca de la Trinidad en el corazón, en la vida. Por eso, cuando el pecado entra en el mundo lo primero que se rompe es esa imagen de la Trinidad. Somos humanos, pero hijos de Dios, introducidos en esa comunión plena de vida y amor que es Dios. Somos hijos en el Hijo. ¡Qué enormes consecuencias tiene esto en nosotros! El Hijo es la Palabra divina y nosotros somos la palabra divina, pero a nivel humano. De ahí que una de nuestras características esenciales sea la capacidad no solo de comunicarnos con gestos y sonidos, sino de abrir nuestra intimidad amorosamente mediante la palabra. ¡Qué misterio tan grande es la palabra humana! ¡También es creadora! Hay palabras profundamente bellas que pueden cambiar nuestro corazón. Pero también hay palabras destructivas cada vez que insultamos, rechazamos y criticamos. La palabra humana es el signo de los hijos de Dios. Cada palabra expresa un corazón. Nos entregamos en las palabras que pronunciamos. Porque las palabras humanas están cargadas de historia, de ilusiones, de alegrías, de tristezas…

Somos imágenes de Dios, hijos, palabras. Pero todo esto conduce a la perfección de esa imagen: la fraternidad. Si somos todos hijos somos hermanos. La fraternidad de los hijos de Dios es la perfecta imagen de la Trinidad en nosotros. Donde hay fraternidad, donde hay caridad, allí está Dios. Esa fraternidad propia de los hijos tiene que ser la finalidad de nuestra vida. Somos hermanos. Una familia no puede romperse, no puede convertirse en el dormitorio para los hijos… Es mucho más: es una fraternidad. Supone apoyo, afecto, comprensión, presencia continuada, acompañamiento. La fraternidad forma parte de nuestro ser, y nosotros únicamente nos podemos desarrollar como humanos y como hijos en la fraternidad, porque hemos sido creados a imagen de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y cuando uno no necesita a nadie y rompe con todos, o cuando uno se relaciona únicamente dominando, explotando y humillando, está negándose a sí mismo.

El domingo de la Santísima Trinidad es la revelación de quién es Dios, pero también es la de quiénes somos nosotros: imagen de Dios, imagen de esa comunión de amor que es Dios, sostenida por el Espíritu Santo, que es el soplo de amor del Padre y del Hijo. Pidamos al Señor por la paz y la fraternidad en las familias, en la Iglesia y en el mundo.