Esta semana hemos celebrado el Consejo General de Cáritas Diocesana de Madrid, una ocasión propicia para adentrarnos, una vez más, en lo profundo de nuestro corazón y plantearnos cómo está siendo nuestra vida de discípulos de Cristo en este tiempo de pandemia. Surge así una pregunta necesaria: ¿hacemos la vida con las medidas del corazón de Cristo o con nuestras medidas? El discípulo de Cristo debe ser un hombre o una mujer que confiesa a Jesús con su vida. Da la vida, sabe muy bien que ha de estar siempre disponible para arder en el amor y por el amor. En este tiempo de Pascua, estamos escuchando la Palabra que nos invita a seguir a Jesús hasta dar la vida por Él. ¡Qué fuerza tiene el testimonio de los apóstoles después de haberse encontrado con el Resucitado! Nacen a una vida nueva, una vida llena de alegría sin importar las dificultades; ellos saben que tienen con ellos al Señor.
En la reunión de Cáritas Diocesana hemos revisado cómo estamos caminando la Iglesia en Madrid en la lógica del amor, conscientes de que servir a Dios y al prójimo no es algo abstracto o teórico. No se trata de hacer planes o discursos, sino de encontrar el rostro de Cristo en los demás y, por ello, servirlos en concreto. Cuando haya sufrimiento, acerquemos el amor de Cristo. Como hacen los trabajadores y voluntarios de Cáritas, hay que salir al encuentro de quien tiene alguna dificultad y necesita ayuda. No se trata solo de dar, que también se hace y en abundancia, sino de enseñar a salir de la dificultad misma.
Al contemplar la labor de Cáritas, veo una luminosa transparencia del amor de Dios: veo donación, agradecimiento y rostros que vuelven a sonreír, que recuperan la esperanza. Y lo más bello es que el rostro de Dios se hace visible: un Dios bueno, un Dios cuyo atractivo es su amor hacia todos los hombres, sin distinciones de ningún tipo. Como pide el Papa en Fratelli tutti, se convierte el mundo en una casa abierta y se propicia la mística del don, esa gratuidad de la que nos habla el Evangelio: «Gratis habéis recibido; dad gratis» (Mt 10, 8).
Siempre me ha impresionado la llamada e invitación de Jesús a los discípulos para que saciasen a la multitud de gentes que habían acudido a escucharlo (cfr. Mc 6, 34-44). Allí se dan dos realidades: por una parte, se va haciendo tarde y hay una multitud para la que no hay cobijo; por otra parte, no hay alimento para tanta gente. ¿Dónde ponen el punto de mira los discípulos? En que cada uno se las arregle como pueda, que cada uno se ocupe de sí mismo y, por eso, ha de marcharse aquella multitud. Sin embargo, Jesús tiene un planteamiento muy diferente, que es el que nosotros en el seguimiento de su vida tenemos que tener. Él dice y nos dice: «Dadles vosotros de comer». ¿Veis la diferencia? Hemos de cambiar nuestra mirada: no es que cada uno se las arregle como pueda, ni tampoco desentendernos de situaciones. ¿Cuántas veces viene alguien a nosotros pidiendo ayuda, se la damos al momento, pero no volvemos a saber más de esa persona? Hemos salido de la situación embarazosa, pero hemos perdido la oportunidad de hacer verdad esas palabras de Jesús: «Dadles vosotros de comer». Es verdad que entre aquella multitud había solamente unos pocos panes, muy pocos para tantos, pero en manos de Dios aquello se multiplicó y pudo comer la multitud. Dios nos hace compartir, nos pide devolver la dignidad.
¡Qué bien nos viene contemplar el camino que eligió el Señor para entrar en este mundo! Ciertamente es un camino de pequeñez, de humildad, de servicio. Hizo una elección muy clara: se hace hombre, se hace servidor de todos, siervo de todos hasta la muerte en la cruz. Y este es el camino del amor. Por mucho que busquemos para hacer un camino de amor, hay que entrar por el que Jesús eligió en su vida. Quizá desde aquí entendemos lo que ha de ser la caridad. No puede ser un camino de puro asistencialismo, pues eso no es amar. Entrar por el camino del amor es una opción de vida como mostró Dios mismo; es un camino que implica una manera de ser, de estar junto a los demás, de verificar lo que significa amar a Dios y al prójimo. El camino de Jesús ha de ser nuestro camino.
Detengámonos en estas palabras de Jesús: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Los amigos de Dios son todos los hombres; por todos y para todos se encarnó, padeció la cruz y ha resucitado. Toda su vida es un reflejo claro y evidente del amor mismo de Dios. Qué bueno es sentir la llamada, el golpe en el corazón, para descubrir, en nuestra vida, ese amor que derrama el Señor en nosotros y, sobre todo, cómo hacemos posible que ese amor derramado se comunique. En este sentido, quiero haceros tres invitaciones:
1. Tened siempre en vuestra vida una academia práctica donde aprender a vivir la caridad. ¿Qué quiero decir con esto? La caridad se aprende junto a Jesucristo y se vive en concreto. Tenemos muchas instituciones de la Iglesia en las que podemos vivir el encuentro con el otro: comedores, residencias… Se trata de meditar de nuevo el pasaje de Mateo 25 y buscar los lugares donde se da de comer al hambriento y de beber al sediento, se viste al desnudo, se acoge al forastero, o se atiende al enfermo o al preso.
2. Escuchad y estad atentos a la llamada, concretando en la vida lo que invocamos en la oración y profesamos en la fe. Qué bueno es comprender que no hay alternativa a la caridad. Solamente quienes se ponen al servicio de los hermanos, aunque no lo sepan, son quienes aman a Dios.
3. Recordad que la persona no es nada sin caridad. ¿Cómo vivo el dinamismo de apertura y de unión hacia las personas? Ese dinamismo lo da Dios, aunque quizá muchos no se den cuenta de ello. Como subraya el Papa en su última encíclica, «la altura espiritual de una vida humana está marcada por el amor, que es el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana» (FT 92).