No estoy hecha para el adiós, sea de la forma que sea. Con una muerte inesperada, como la de nuestro querido Pepe o la de mi hermana Diana, pero tampoco con una separación indeseada, como la de un amor o la de una amistad. O incluso cuando no queda más remedio, porque la vida te lleva a cambiar de ciudad o de país. Me atrevo a decir que, en ocasiones, ni siquiera para un «hasta pronto». Por mucho que nos quejemos amargamente de que nos invaden las tecnologías, aún no han suplido lo que significa mirarnos a los ojos, sonreirnos mientras tomamos un café, cogernos de la mano en los momentos difíciles. La mañana del día que Pepe se nos fue me lo encontré en la calle de La Pasa. Se paró, afable como siempre, y me preguntó qué tal estaba, qué tal mi hija. Conocía mi historia, se preocupaba por ella y, en cada cruce mañanero, me recordaba sin falta que me tenía en sus oraciones. La perspectiva de no volver a cruzarme con él, esa «no presencia», me abate. No éramos grandes amigos de esos que charlan durante horas, pero ese instante diario con un intercambio sobre cómo afrontábamos el día, iluminaba el camino. No estoy hecha para esa incipiente oscuridad ni para el adiós.