El abrazo que Vinicio nunca recibió de su padre - Alfa y Omega

El abrazo que Vinicio nunca recibió de su padre

El Papa desconocía que los tumores de Vinicio no eran contagiosos. Le daba igual. Solo los padres son capaces de actuar así ante las heridas purulentas de un hijo. Esta es la ternura de la que habla Francisco. Más fuerte y poderosa que el miedo y que el asco

Eva Fernández
Foto: EFE / Claudio Peri.

En esta imponente escena, tía Caterina es la única que contiene a duras penas la emoción. Tras la muerte de la madre de Vinicio, ella le cuidó hasta el final y fue quien le llevó en silla de ruedas hasta la plaza de San Pedro sin imaginarse que ocurriría uno de esos instantes difíciles de contemplar sin que nos remuevan por dentro. A Vinicio, los primeros síntomas de su enfermedad le llegaron sin avisar. Tenía 15 años cuando, a consecuencia de una enfermedad genética llamada neurofibromatosis, conocida por los especialistas como Recklinghausen, comenzaron a crecerle protuberancias por todo el cuerpo. Su cabeza sufrió la peor parte. Decenas de tumores deformaron su rostro provocándole constantes picores y heridas. Desde hacía mucho tiempo no se miraba en el espejo. Pocos contaban con que llegaría vivo hasta los 63, la edad a la que acaba de fallecer en el hospital de Vicenza, su ciudad. Pero lo que más dolía a Vinicio eran los efectos secundarios de su enfermedad: la vergüenza y la soledad por el asco y el miedo que despertaba en los demás. A la gente le resultaba muy difícil aguantarle la mirada. Sus vecinos tenían miedo de acercarse a él. A su padre le ocurría lo mismo. Nunca fue capaz de abrazarlo. Hacer amigos no es fácil cuando la gente cambia de acera para no cruzarse contigo. Cuando descubres miradas de espanto en el de enfrente. Además, costaba entenderle cuando hablaba, porque los tumores de la garganta le impedían articular las palabras con claridad.

La fotografía nos muestra lo que ocurrió en aquella audiencia general del 6 de noviembre de 2013, la primera vez que Vinicio visitaba el Vaticano. Entre todos los enfermos que se encontraban en primera fila, Francisco se fijó en el y fue como un rayo a su encuentro. Lo primero que hizo fue mirarlo a los ojos. Una mirada intensa, no de compasión, sino de profundo cariño. Vinicio no estaba acostumbrado a que le miraran sin fruncir el ceño. El Papa le puso una mano en la cabeza sin miedo a los granos que tocaba. Le acarició con ternura, sin prisa, como a un niño y, por si no fuera suficiente, también acercó sus labios y besó las verrugas de su frente. Ninguno de los presentes podía articular palabra. Se habría estropeado ese instante único que quedó inmortalizado por los fotógrafos. A Vinicio le explotaba el corazón. Toda una vida de dolor, sufrimiento y rechazo, redimida en un instante. Antes de despedirse, Francisco le agarró también la mano y se la acercó al corazón. Todavía faltaba el abrazo. Fue un abrazo que a Vinicio le pareció interminable y que a los demás nos estalló por dentro como la mejor de las homilías.

El Papa desconocía que los tumores de Vinicio no eran contagiosos. Le daba igual. Solo los padres son capaces de actuar así ante las heridas purulentas de un hijo. Esta es la ternura de la que habla Francisco. Más fuerte y poderosa que el miedo y que el asco.

Vinicio regresó a casa rejuvenecido, como si el Papa le hubiera liberado de una carga. Su tía Caterina también aseguraba que a partir de aquel abrazo era como si la gente al verlo se asustara menos que antes. Los últimos años de su vida los dedicó al voluntariado en una residencia de ancianos de su ciudad, aunque el avance de la enfermedad le dificultaba poco a poco la movilidad. Ha fallecido rodeado de la atención de médicos y sanitarios y hasta el alcalde ha pronunciado palabras de homenaje y agradecimiento por su ejemplo de superación. Un homenaje que hacemos extensivo desde estos párrafos de Alfa y Omega. Tanto a él como al gesto de un Pontífice que sirve como estandarte del Evangelio.