¡Esto es para mayores! ¡No puede ponerse en horario infantil! Así dicen muchos con relación a los cada vez más numerosos programas televisivos claramente pornográficos. A lo que cabe replicar que, si se trata de algo adecuado y bueno para los mayores, ¿por qué hurtárselo a los niños? Y si es algo malo para los niños, ¿por qué oculta razón se considera bueno para los mayores? ¿Acaso no han de ser los mayores el modelo a seguir por los niños? ¿Acaso no es el ejemplo lo que educa a los niños? ¿Qué puede esperar un padre de su hijo si le dice: No veas ese programa, y a continuación el hijo ve que el padre lo está grabando? No son pocos lo que se indignan exigiendo respeto al considerado horario infantil, y nada exigen en el resto del horario ante la exhibición de programas televisivos obscenos, realmente indignos, compitiendo en una carrera diabólica del más difícil todavía en emitir las imágenes y las palabras más groseras y malsonantes que la mente más sucia, retorcida y enfermiza que en el mundo haya pudiera imaginar.
No cabe mayor indignidad, sí, que en la pornografía. Porque nada es más digno que la imagen de Dios. «Dios creó al hombre –nos dice el primer libro de la Biblia, al comienzo mismo– a su imagen y semejanza: a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó». En el hecho de ser libres e inteligentes, a diferencia de los demás seres creados, los hombres descubrimos sin duda en nosotros la imagen del Creador, pero la doble frase con que el relato del Génesis describe la imagen de Dios en el ser humano nos deja claro que, en primerísimo lugar, esa imagen está en esa relación varón y mujer que, justamente, se llama amor. Porque, en expresión clara y nítida del apóstol y evangelista san Juan, «Dios es amor». No hay mayor indignidad, pues, que profanar lo más sagrado que nos constituye, que es justamente la sexualidad, antes incluso que la libertad y la inteligencia. Mejor aún: la libertad y la inteligencia sólo alcanzan su verdad en el amor, que halla su paradigma precisamente en el matrimonio: ¡no en vano es un sacramento -signo visible-, y con valor de eternidad, sacramento del amor de Dios, de Dios que se ha hecho carne, Cristo, el Esposo! «Es éste –el matrimonio, escribe san Pablo– un gran misterio (sacramento), y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia».
Desvinculada del amor, es decir, de Dios, la sexualidad acaba destruyendo al hombre y a la mujer. Hay que estar ciego para no verlo. Lo dijo bien claro Benedicto XVI en su primera encíclica, apuntando al corazón mismo de la fe, Dios es amor, que ilumina la sexualidad, y la vida entera: «El modo de exaltar el cuerpo que hoy constatamos resulta engañoso. El eros, degradado a puro sexo, se convierte en mercancía, en simple objeto que se puede comprar y vender; más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía». Y añade el Papa: «En realidad, nos encontramos ante una degradación del cuerpo humano, que ya no está integrado en el conjunto de la libertad de nuestra existencia, ni es expresión viva de la totalidad de nuestro ser, sino que es relegado a lo puramente biológico. La aparente exaltación del cuerpo puede convertirse muy pronto en odio a la corporeidad. La fe cristiana, por el contrario, ha considerado siempre al hombre como uno en cuerpo y alma, en el cual espíritu y materia se compenetran recíprocamente, adquiriendo ambos, precisamente así, una nueva nobleza».
Es la nobleza que dignifica al hombre y a la mujer, y llena la vida de sentido y de felicidad verdadera. No es la sexualidad algo malo, ¡todo lo contrario! ¡Es la imagen de Dios! Lo malo es reducirla y amputarla de su esencia divina, dejarla sin el corazón que es el centro de Dios y, por tanto, de su imagen, el hombre. Sin el corazón no puede haber luz, y así las tinieblas y la muerte están aseguradas: es lo que sucede con una sexualidad sin corazón. Con el corazón, capaz de amor, ¡capaz de Dios!, se vive; «con el corazón se cree», dice san Pablo y lo recoge el Papa Francisco en su primera encíclica, La luz de la fe, y añade: «En la Biblia, el corazón es el centro del hombre, donde se entrelazan todas sus dimensiones: el cuerpo y el espíritu, la interioridad de la persona y su apertura al mundo y a los otros, el entendimiento, la voluntad, la afectividad. Pues bien, si el corazón es capaz de mantener unidas estas dimensiones es porque en él es donde nos abrimos a la verdad y al amor».
La alternativa a la pornografía no es que los padres no dejen ver a sus hijos televisión fuera del horario infantil. La alternativa está en que los eduquen, tal y como expresó admirablemente Juan Pablo II en la Exhortación apostólica Familiaris consortio, de 1981: «La educación para el amor como don de sí constituye la premisa indispensable para los padres, llamados a ofrecer a los hijos una educación sexual clara y delicada. Ante una cultura que banaliza en gran parte la sexualidad humana, porque la interpreta y la vive de manera reductiva y empobrecida, relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer egoísta, el servicio educativo de los padres debe basarse sobre una cultura sexual que sea verdadera y plenamente personal. La sexualidad es una riqueza de toda la persona –cuerpo, sentimiento y espíritu– y manifiesta su significado íntimo al llevar la persona hacia el don de sí misma en el amor».