Drogas: así ayuda la Iglesia a adictos y a sus familias
Elena, David, Julia, José… Conocemos los esfuerzos de aquellos que se mantienen alejados de las drogas y el dolor de las familias que lidian con las recaídas de los suyos
Elena no nació en una familia especialmente problemática. Tampoco tuvo una infancia, que ella recuerde, infeliz. Pero a los 15 años se fumó su primera pipa de crack. Estuvo muchos años sin trabajar «en algo normal» y todo lo que ganaba era para el consumo. Cada noche se prometía a sí misma que nunca más, pero cada día volvía a ser igual que el anterior. Hasta que ingresó en un centro de desintoxicación. Dos meses. Le dieron herramientas para dejar de consumir, «pero me faltaba el componente espiritual; no le veía sentido a la vida». Estaba abocada a una recaída. Su psiquiatra le recomendó Narcóticos Anónimos (NA), y eso «me salvó la vida». La conocemos en una reunión de NA en una parroquia de Madrid, una de las varias que acogen a estos grupos —en su página web, narcoticosanonimos.es, están todas las direcciones—. Son una veintena de «adictos en recuperación» porque «somos adictos hasta que nos muramos; esta es una enfermedad crónica incurable». Lo explica David, responsable del grupo. Lleva seis años limpio después de 30 de consumo. La reunión, de hora y media, sigue un guion que se aplica desde hace décadas en todo el mundo. Primer estigma que cae: el adicto no es un tirado. Hay médicos, profesores, notarios. Segundo estigma: no son cocainómanos, heroinómanos, pastilleros… Un dato que encasilla más a la persona. Además, es innecesario. Un adicto se llega a hacer politoxicómano y cualquier droga afecta a su vida.
Con una base fuertemente espiritual, los asistentes han decidido «poner nuestra vida al cuidado de Dios, tal y como lo concebimos» e insisten en uno de sus lemas, Solo por hoy. «El ayer es imposible volver a vivirlo, el mañana todavía no ha llegado; solo tenemos un día: hoy». El objetivo es ayudarse unos a otros a mantenerse limpios. Uno solo no puede. Aprenden a pedir perdón, a mirarse con compasión y a dar las gracias. «Rezar y agradecer ha sido clave para mí». Saben que para dejar de consumir «solo hay que cambiar una cosa: todo». Miedos, paranoias, soledades, obsesión por la siguiente dosis que rompe matrimonios, aleja de los hijos… «Ya no puedo más». Tocar fondo implica la calle, la cárcel o la muerte. «He destrozado vidas». «No sabía gestionar nada si no era consumiendo». Y de entre la miseria surge NA. «Este lugar es un cinco estrellas, maravilloso para no consumir y encontrar una nueva manera de vivir». No es nada fácil. Por eso, se alegran con los nuevos o cuando alguien anuncia que lleva 30 días limpio. O por el que vuelve tras una recaída.
Efectivamente, la recaída es la cruz de la moneda. El alcohol es el detonante de muchísimas de ellas. En medio del dolor por la reincidencia de un hijo charlamos con Julia, que lleva más de 20 años acudiendo a reuniones de Familias Anónimas (FA), también en parroquias. No sabe nada de José desde el día anterior, tras la enésima fuga de un centro de adicciones. Ha tenido épocas buenas, limpio. En FA Julia ha aprendido a «soltar y que Dios actúe». Eso implica que, «cuando tu hijo consume, no puede estar en casa; vivir con un adicto es imposible». ¿Pero cómo deja una madre a un hijo en la calle? «Tú no puedes soltarlo de tu corazón y de tu alma». Por eso, lo primero que tratan en FA es la culpa. La culpa del «cómo lo habéis educado», del «lo habéis mimado demasiado». El estigma social. El tabú. «Hay muchos que prefieren decir que tienen un hijo esquizofrénico a un adicto». José (43 años, desde los 18 consumiendo) quiere salir, pero la adicción, insiste una y otra vez Julia, es «una enfermedad mental según la OMS, y yo añadiría espiritual también», con un componente genético, biológico, psicológico y social. Si José está psicótico —«psicotiza cuando consume»—, la sanidad pública lo ingresa, pero cuando remiten los síntomas por la medicación, le dan el alta. No hay una atención multidisciplinar a largo plazo, denuncia. El recurso son los centros de adicciones privados que «empeñan de por vida» a las familias: cada mes puede llegar a costar 15.000 euros. «Es un negocio lucrativo que mercantiliza el dolor». En medio de este panorama, FA «funciona, porque vas a un sitio que no cuesta un duro, con lo que no hay sospechas de mercantilismo; no hay un Dios concreto, con lo que no hay sospechas de sectarismo; y no te dicen lo que hay que hacer, sino que te sugieren lo que estadísticamente funciona». Es «una gran ayuda que presta la Iglesia, a falta de un recurso adecuado», concluye Julia.